domingo, 10 de abril de 2011

Sobre la pasión


El primer recuerdo que tengo del ímpetu irresistible de la pasión se remonta a una mañana de mi infancia. Paseaba con mis padres por uno de los grandes parques de La Habana cuando ellos quisieron entrar a una galería de arte donde se exhibía una exposición de cerámicas contemporáneas. Como me aburrían aquellas piezas de alfarería amorfas, de colores pálidos y desconocidos, escapé de la mano de mi madre y logré bajar de regreso al parque en busca de unos caballos enanos que había visto pastando a la entrada de la galería. Pero los caballos ya no estaban. Tratando de localizarlos, rodee el pequeño edificio pero no los hallé. Solo encontré, en la parte trasera de la galería, un valle soleado y solitario, lleno de mujeres de piedra.
Todas eran una. Afrodita, la diosa del amor de los antiguos griegos, revestida luego por la cultura romana como Venus, se manifestaba ante mí, multiplicada en sus más conocidas representaciones. Diosa también de la belleza, asociada a la fertilidad, anteriormente dueña de los jardines, fue una de las imágenes más recurridas por los artistas de aquellos tiempos. Con la caída de la cultura que la adoraba, fue barrida con fuego, sangre y lodo. Siglos después, desenterradas de la noche medieval, las representaciones de Afrodita sedujeron a los artistas renacentistas. En los decenios posteriores llenaron parques, fuentes y jardines, salones y galerías palaciegas. Una estatua de la divinidad pagana era símbolo de realeza. Y de los parques aristocráticos pasaron a los jardines de los burgueses.
Las que estaban ante mí aquella mañana, de seguro, eran las estatuas que se habían ennegrecido en jardines húmedos de viejos palacios venidos a menos. A pesar de haber sido rescatadas de la destrucción total, su nobleza se marchitaba con la desvalidez que manifiestan las piezas de antiguo lustre que de repente son amontonadas, sin respeto ni concierto, para una rifa de mercado dominical. Como vencidas princesas en remate de esclavas, estaban reunidas bajo el cielo de un parque popular, en una muestra pasajera para el disfrute de los paseantes.

Para mí, aquellas esculturas fueron la representación en piedra de secretos desconocidos. La línea sinuosa de las caderas, la turgencia aguda de los pechos desnudos, un gesto continente, la expresión plácida. Todo un universo, hasta entonces velado, se manifestaba sin pudor. Como quien descubre algo que no sabía necesario, caminé entre las imágenes asaltado por una tentación creciente. Sin pensarlo, mis manos se deslizaron sin pudor por la línea rígida de una espalda; se perdieron luego en la curva fría de unas nalgas. Acariciaron la dureza de unas piernas, y besé los labios de una diosa agachada a mi alcance. Poseído por aquella sensación nueva, me dejé arrastrar por el deseo. Entre todas las figuras, una -evocadora de la antigua Cnido- llamó mi atención con su gesto púdico de cubrir la pelvis. Quizás, si su mirada hubiera estado dirigida hacia mi, mi propio pudor me hubiera congelado. Pero la Venus, que salía de su baño ancestral, miraba hacia alguna lejanía. Aprovechando su entretenimiento, asaltado por un deseo urgente, me acerqué a ella. Parado en la punta de mis pies, intenté atrapar uno de los pechos redondos y duros que se me insinuaban en lo alto…
(Con los años, después de haber vivido un poco, confieso que me hubiera gustado que, en esa hora crucial en la que se manifestaba en mí un temprano deseo de pasión, la normalidad hubiera trocado su sitio, que la atmósfera, subvertida, se hubiera abierto a otra dimensión. La diosa de piedra, girando su cabeza pequeña, habría buscado con sus ojos velados mi mirada asustada. Quizás, desde su pedestal me habría extendido su brazo blanco y, luego de descender a la hierba, me habría tomado de la mano y llevado consigo por el valle, trazando un camino por entre su misma imagen repetida en decenas que, despiertas también al día, nos hubieran observado sin moverse. Recuerdo esa mañana y sueño. En ese momento perfecto hubiera podido recibir la primera lección para vivir entre la pasión amorosa y la razón, y evitarme así las incertidumbres posteriores. De seguro, la diosa me habría enseñado por qué el amor es, más que un secreto, un misterio, eje de toda maravilla humana y, a la vez, el proyectil que hace estallar los apacibles espejos de la existencia. «El sentimiento amoroso, –sonaría dentro de la piedra– acerca a los hombres, los glorifica. Estos se buscan, se descubren, se necesitan y se cuidan por el amor, aunque para amar y respetar, a veces, abatan y dejen en el desamparo a otros hombres.» Detenidos allí, en el medio del campo me podía haber anunciado que nunca sería feliz, porque la felicidad es el fin de todos los empeños, la razón primera. La búsqueda permanente de una felicidad impar no es un esfuerzo desventurado sino el motor que palpita en el centro mismo de la vida. «Y el amor es estampa de bellos colores, lluvia de estrellas, fiesta brillante de los sentidos; nada basta cuando él nos falta y nada es demasiado si él nos mece. Cuando encontramos un amor nos asombra descubrirnos en él, abrimos salones antes cerrados, los sentidos se aguzan, la horas sonríen, el viento nos asciende sin peligro de caída. Existe un desafío tácito entre el amor y la muerte, pues el sentido enamorado diluye en un momento los miedos atávicos, se enfrenta sin temores al devenir, con fuerza incontestable, que es como reconocer tranquilamente que la muerte espera y nos envuelve, pero que ha dejado de importarnos. Miramos de la muerte su máscara dorada y sonreímos sin sobresalto. Nada es más fuerte que nosotros, nadie podrá llegar más alto, ni más lejos, porque el amor nos abraza desnudo, cálido, bajo nuestro cobertor de inviernos. Es un crimen negarse a él, o dejar que algún miedo lo congele. El amor debe ser vivido en todo su esplendor y por todas sus sombras.»
Muchos años después develaría el misterio que se abría ante mí; pero en aquella mañana de ensoñación también avizoraría otras certezas. «El amor –me hubiera alertado la diosa, mirándome con sus cuencas de ribetes oscuros de humo pétreo- el amor también es rigor, sacrificio, renunciamiento; no se sostiene por el deseo pues los deseos inflaman, arden, mas luego mueren. El amor es besar la herida, sentir vértigo, también provoca deseos de gritar, golpear hasta la sangre, vomitar. Es ángel que disimula a un demonio. A veces no besa, ni oprime dulce al corazón como cantan muchos, sino que clava sus colmillos de fiera en los intestinos y no nos libera, aunque lo quisiéramos. Hay que ser fuerte para amar, porque más de una angustia esconde siempre bajo las alas el amor. El amor debilita el cuerpo, afloja la mente, ciega los ojos y ensordece. El amor mata. Hay que saber decir “ahora no” y también “nunca más”, pues el amor puede dominar, desarmar, y convertirnos en muñecos de barro en rápida caída al estallido. Sólo aquel que se ame podrá sobrevivir si un amor se le ha vuelto fiero, podrá dominarlo, y salvarlo. Y así una y otra vez, de un lado al otro y de regreso, eternamente: el amor siempre se muerde, gira, y renace.» La diosa hubiera colocado mi mano sobre su pecho caliente de sol. «Todo valdrá la pena porque es imposible evadir la verdad que es raíz frondosa de la vida. Siente el latido nervioso, entrégate a él y vive lo más plenamente que puedas.»)

Aquella mañana, mis dedos nunca llegaron a alcanzar el seno de piedra. Mi baja estatura y el pedestal de la escultura impidieron que concretara mi deseo. Una veladora de la galería de arte llamó mi atención con un grito agudo y vergonzante. Del susto caí sentado sobre el césped. Para más encogimiento, mis padres bajaron de la exposición de cerámicas; me llevaron rápido de la mano, y el valle de las Afroditas quedó en el pasado.
Se sucedieron los años y mis padres dejaron de llevarme de la mano para siempre. Fui a donde pude y como quise fui. Las enseñanzas que nunca nadie me procuró comenzaron a atropellarse sobre mis días, como si una mano invisible dispusiera en cuál lugar debía ser ubicado el júbilo y en cuál sitio iba el dolor y, de repente, lo sacudiera todo, confundiéndolo. Durante los años de adolescente perseguí otros músculos de mármol, me busqué en ojos de humo que no repararon en mí. Besé labios que no se mantuvieron calientes más allá de mi beso. Lo mejor que tuve no se concretó y lo que encontré duró poco. Un día, la persistente búsqueda terminó. Alguien me dijo que a mi amor le sobraba gravedad. Y lo hice ligero. Entonces mucho vino a mí. Supe de la felicidad de poseer y también supe de desencuentros y despedidas, lejanías, y nuevos comienzos. Como me lo anunciara la dama de piedra en la mañana soñada de mi niñez, el amor siempre fue y regresó, y con él fueron y vinieron las sorpresas y las dudas.
La imagen brumosa de las diosas en el valle nunca me abandonó. La escena extraña se mantuvo en mi mente, preservada entre muchos olvidos. Siempre quise volver a ese lugar. Deseaba saber si el tiempo y el hombre habían acabado de destruirlas, o si continuaban bajo el cielo de aquel campo lejano. Buscaba comprobar con certeza los límites de mi mente, recuperar la noción de lo cierto y lo soñado.
Hace poco encontré el sitio. Y regresé a él como quien regresa a un templo, bajo el sol ya crepuscular de otro día. Buscaba, de paso, encontrar respuestas a las dudas que nunca nos abandonan y que con los años crecen, se confunden. Quizás la diosa de la pasión, la reina de todos los terrenos del amor, –y repetida aún en decenas– hilvanaría el rumbo ideal ante mis ojos, revelaría el secreto final. Pero tras el abandonado edificio que alguna vez fue galería de arte, hallé solo el silencio en un valle vacío, la hierba crecida y amarillenta.

7 de febrero, 2011
Fotos: Lester Vila