lunes, 28 de noviembre de 2011

Final de noviembre

Es una mañana de noviembre y tengo que marchar. M. se levanta de la cama y camina por la casa. Cada mañana, sale del sueño envuelto en silencios. M. lleva una crisálida y calla. Hoy se sienta a la mesa y abre su ordenador. Selecciona música. Reclina la cabeza sobre su brazo y queda tranquilo. Parece que duerme. Lo observo desde el cuarto oscuro. Sé que se aleja otra vez. Va desnudo, sentado en su vieja silla de madera. Solo el adagio de Bruckner se abre entre nosotros. Las cuerdas son eco de una vida que intentamos desentrañar. Mientras, un rey triste se sumerge en un lago sombrío.
Una vez soñé que caminábamos por un viejo jardín. Entre nosotros, por el camino, se extendía antiguos escaramujos; en ellos habían tejido sus hilos las arañas. M. sabe que, a pesar del seto, vamos. Veo sus ojos entre las hojas oscuras, de las rosas sin pétalos, y cubiertas de hilos de plata. Sus ojos me dan paz. Los ojos de M. guardan un misterio insondable, como si ya hubieran contemplado el secreto de la vida, el final de los caminos.
El final. Mi cámara atrapa a M. en su ausencia y me marcho. La ciudad se hace pequeña, y yo lo echo de menos. Desde lejos, M. me hace señas, para que no olvide, para que lo siga. El adagio se deshace. Noviembre comienza apenas.

domingo, 14 de agosto de 2011

Otro homenaje a los muñequitos rusos

Recuerdo que, cuando era niño, sentarme a las seis de la tarde frente al KRIM 218 de mi casa era un rito inviolable. Llegaba de la escuela y me olvidaba de las tareas del día porque por delante, en la pantalla de televisor ruso, tenía una hora de dibujos animados o, lo que es lo mismo, de muñequitos. Aquella era, prácticamente, la única ración de animados que nos tocaba al día y por eso teníamos que aprovecharla.

Vivíamos la época, aún no lejana, en la que la televisión nacional contaba solamente con dos canales, el seis y el dos, y todas sus realizaciones resultaban tan empíricas que tal parecía que en la TV cubana se reinventaba el arte televisivo día tras día. Éramos aliados de los países del campo socialistas y estos, a cambio de toneladas de azúcar y afiliación, nos inundaban- en el buen sentido de la palabra- con una producción variopinta de cualquier cosa: lo mismo nos llegaba una fábrica de conservas, que perfumes, juguetes infantiles, libros, diseños de edificios, botones, muebles, etc. Por supuesto, los dibujos animados para los niños no se quedaron fuera de esta colaboración comercial e ideológica.

Muñequitos rusos fue la forma en que los cubanos acuñamos a toda la producción animada exhibida para los niños en los años del 70 y 80 del siglo XX, procedente de varios países del área socialista, no solamente de la Unión Soviética. Había muñequitos de todos los tipos y para todas edades y parecía no existir un concepto de selección etaria a la hora de armar las cuñas animadas. Allí se mezclaban peliculitas pensadas para niños de preescolar con verdaderas obras del arte de la animación europea, concebidas para todos los públicos y que por su corta duración también eran exhibidas en estos espacios. Muchas de esas películas animadas venían avaladas por premios ganados en festivales internacionales.

Había “muñequitos rusos” de Checoslovaquia, Rumanía, de la Alemania Democrática, dedicados en su mayoría a niños de corta edad. Ahí estaba la serie del conejo de largas orejas de tela cuadriculada, que volaba a la ciudad para resolver entuertos divisados con su catalejo desde la chimenea de su edificio. O Las aventuras de Rosita, una extraterrestre de pelo alborotado que dormía desnuda sobre una nube galáctica, cuyas aventuras en la tierra terminaban, invariablemente, con el regalo de una rosa. Koleko y Mur, los polacos Bolka y Lolka y el perro Reksio siempre estaban metidos en problemas diferentes que no siempre lograban vencer.

De la Unión Soviética era los episodios del cocodrilo Gena y Cheburashka, un tierno animalito de especie indefinible, convertido hasta hoy en uno de los iconos infantiles de más permanencia de Eurasia. También soviéticos, ¡Me las pagarás! o ¡No escaparás! , pero más conocida aquí como ¡Deja que te coja!, fue una serie animada tan conocida en el mundo que hizo rico a su creador. La pareja rusa del lobo y la liebre, otro ícono de esa sociedad, le debía mucho a la tradición de animados americanos de gags, como los cortos de Donald, Pluto o Tribilín de la Disney, o los de Bugs Bunny y el Pato Lucas de la Warner Bros.

Los dibujos animados venidos del campo socialista también hicieron por acá una labor propagandística, de evidente incentivo de conceptos sociales, políticos y morales. Las ideas de lo social triunfando sobre lo individual y de la fuerza que entraña la unión eran constantes en estos materiales. Ejemplo de ello era El rapto de los colores en el que dos tubos de pinturas se disputaban el amor de un tercero, femenino y dulce. Uno de los pretendientes, el villano color negro, raptaba a la doncella, y con sus secuaces ennegrecía a la juguetería en la que vivían todos. Los colores y los juguetes se unían y luego de una agitada batalla lograban vencer al enemigo. Por la causa justa y común, la pareja protagónica se sacrificaba para así colorear el mundo de todos.

Las películas que versionaban leyendas populares o cuentos de hadas estaban entre las mejores. Los niños de esos años tuvieron la oportunidad casi diaria de asistir a versiones fílmicas, de atendibles valores estéticos, de historias de arraigada ascendencia popular. La necesidad de mantener vivos a los auténticos cuentos de hadas, imprescindibles para desarrollar el sentido poético en los niños, tuvo en estos dibujos buenos embajadores. En ellos, la fantasía manaba limpia desde sus ecos ancestrales, lejos del mundo pseudo fabuloso, de fantasía forzada y mal entendida, que persiste en productos de chatura pequeño burguesa como la saga de las Barbies, en los que la fantasía se distorsiona de manera consciente. En las versiones rusas de los cuentos Pulgarcita, La princesa Rana, Plumita de oro, El antílope dorado, los realizadores sortearon el riesgo que entraña el mundo de las hadas, y cuidaron que la historia fuera el eje mismo de las películas, y no la justificación para desarrollar un concepto estético que sustituyera a la belleza por lo “lindo”, el embellecimiento ramplón y engañoso.

En la versión de 27 minutos de La pastora y el deshollinador, desde cierta abstracción, se recreaba un mundo decadentista reconocible, con elementos del teatro de siluetas, con ecos de la comedia del arte, el ballet y el melodrama teatral, a partir de una historia de Andersen sobre el amor, la libertad y la frivolidad. En El maestro de la Malaquita, basado en una leyenda de los Urales, una campesina trataba de recuperar a su novio, un joven alfarero secuestrado por un espíritu femenino que habitaba en el Monte Narodnaya. Los valores de la animación, de los efectos visuales, la música, hicieron de este corto una pequeña joya del cine de dibujos animados.

Muchos de estos muñequitos nos conmovían, eran tristes hasta las lágrimas, y por eso los rechazamos en su momento. Después de crecidos, luego de haber vivido, nos dimos cuenta que, muchas veces, esa tristeza era señal de la vibración emocional que causaban en nuestro subconsciente infantil, la suma de todos los valores artísticos y humanos expuestos en aquellos materiales, valores que quedarían en nosotros como un sedimento vital. La calidad de las animaciones, los evidentes referentes culturales, el uso del color, de los efectos ópticos, fotográficos, dotaban a estos muñequitos de una depurada calidad artística que, de alguna forma, afinó nuestro gusto estético, cinematográfico; las bandas sonoras de estas peliculitas, apoyadas en el abundante y melancólico melodismo de esas tierras, se fijó en la mentes de muchos y lograron que, muchos años después, más de uno sienta una indefinible nostalgia cuando escucha una pieza de Glazunov, Chaicovsky o Jachaturyan.

Aún así, ahora profesamos a los muñequitos rusos una añoranza compleja, un extraño sentimiento debatido entre un amor profundo y un odio infantil, fuerte y directo. Además de sus virtudes, algunos de ellos también eran defectuosos, lentos, rústicos y aburridos, y llegaban a ser realmente insoportables para nosotros. A casi todos los mirábamos con hastío porque, por una pobre labor de programación, nos bombardearon con los mismos filmes durante años, y no tuvimos opción. Pero, por eso, ahora están presentes cuando miramos a nuestra infancia; ahora son parte inseparable de nuestra memoria. Hoy los muñequitos rusos no valen sólo por sí mismos, sino porque con ellos regresan a nosotros todos los recuerdos perdidos, nuestros patios de juegos o las casas donde vivimos; ellos traen los sustos, las alegrías y lágrimas de aquella época; nos regresan de nuevo a nuestros padres, jóvenes y fuertes, como eran por entonces, y a los almuerzos que nos hacían nuestras abuelas. Cuando volvemos a ver un muñequito ruso casi se despierta en nosotros el sentimiento de paz que nos embargaba los sábados por las mañanas, lo más cercano a la felicidad, una emoción que nunca será recuperada.


Realmente, el tiempo ha pasado volando. Los niños cubanos que, en los años 70 y 80, nos sentábamos frente a los televisores para ver los muñequitos rusos hoy tenemos más de 30 años y nos va quedando menos inocencia. Ahora, con las nuevas tecnologías, cualquier cosa parece posible. En un mundo diferente, las películas de animación del antiguo campo socialista se han ido convirtiendo en piezas para coleccionistas de occidente, y han saltado de sus gastados celuloides a los flamantes archivos digitales. Ante esta realidad, muchos hemos corrido a buscar y acopiar todos los viejos dibujos, como si la posesión material de estos recuerdos de papel y color, nos ofreciera la mágica posibilidad de recuperar la infancia que se marchó para siempre.

domingo, 7 de agosto de 2011

Ariel

Lo estoy observando ahora. Aún es alto y delgado, y de cobre claro es su piel. Tiene cara de niño, con ojos tristes y boca de pierrot, dibujada en púrpura por un pincel fino. Los cabellos lacios, oscuros, crecen a salvo, escondidos bajo la gorra verde. Tiene nombre de duende y en su apellido sopla el viento. Posee un lazo tendido hacia las nubes más lentas, y por momentos parece que la sangre circula muy despacio por sus venas. A cada rato le digo que tiene aura de héroe romántico. Suspira. En verdad se siente un Werther, y le gustaría vivir en un Bomarzo opuesto al tiempo. Su halo hace que algunas mujeres caigan rendidas a sus pies. En las noches de sábado, cuando nos dan un pase corto para ir al círculo social del pueblo, desaparece y no sabemos de él hasta la tarde siguiente, cuando viene con una tórrida historia que hacer, y todos le creemos.
Ariel es el ordenanza del jefe de la unidad. Una situación ventajosa, sobre todo porque, cuando atardece y los trabajadores civiles se han marchado a sus casas, queda en su mano la llave del pantry. Recibo por teléfono una llamada suya para que suba rápido a su oficina. Me recibe con un buró servido: panes y galletas, embutidos fritos, leche y mantequilla pueden ser los mejores regalos para un soldado. Mientras meriendo, hablamos de arte y de libros. Está haciendo un gran dibujo en grafito para un concurso. No quiere que sea panfletario y complaciente, de banderas y puños apretados, y las líneas y las sombras le van saliendo expresionistas, salvajes, como las de un Goya en locura. “¿Qué te parece esto?” Me pregunta enseñándome los últimos trazos. Una caravana fantasmal, en jirones, se acerca desde el fondo de la cartulina. Asiento mientras mastico. Aparta con una mano los mechones que caen sobre sus ojos, suspira y sigue su obra. Él no tiene claro a qué se dedicará cuando termine la etapa militar, pero no deja de soñar.

Las tertulias, por la gula a escondidas, han fundado comentarios maliciosos sobre una misteriosa condición que compartimos. Las dudas nos cercan y nos lustran peligrosamente diferentes. Somos de los que nos revelamos ante los límites al cariño. En nuestras largas conversaciones, en cualquier punto de la unidad, nos acomodamos muy cerca, y él descansa su cabeza sobre mis piernas. Yo sé que sus cosas son mías y ese sentido de pertenencia arraiga, da razones, ayuda a continuar. Un día en el comedor de la unidad, cuando le paso mi dulce de toronjas, me mira fijo, con una vibración repentina en sus ojos de ciervo, y me suelta a quemarropa: “Yo creo que tú estas enamorado de mi.” Me molesta el comentario, y la risa que lo concluye. Es sorprendente que él también confunda las cosas. Mi machismo le responde con un golpe y me voy melodramáticamente de la mesa. Por suerte, las personas que me quieren no le hacen caso a mi ira repentina y saben que mi cariño se establece inquebrantable.
Nos conocimos de vista en una rastra que nos llevó juntos al servicio militar. A las pocas semanas de estar preparándonos como soldados, le llamó la atención un libro que guardaba en uno de los bolsillos de mi pantalón. A partir de ese momento no nos separamos más. Supe que Ariel venía de Sagua la Grande y como, desde el día de mi reclutamiento, yo guardaba una imagen hermosa de esa ciudad, hablamos sobre su vida en aquellos paisajes y lugares. Luego fuimos enviados, durante casi dos años, a una unidad tranquila, ubicada en un pueblo que estaba en la ruta fabulosa del Cochero Azul.
Podemos pasar varias horas juntos, aunque no lo hacemos. Tenemos muchas cosas de qué ocuparnos. Pero conversamos siempre que podemos. Él me ayuda a restablecer líneas telefónicas, y yo lo apoyo en alguna de sus labores de oficina. Nos fugamos por los talleres y caminamos por el campo. Y seguimos conversando de cualquier cosa. Esas horas son una tabla de salvación en medio de la hostilidad, son semillas de ideas, afianzan criterios. Después de ellas somos más fuertes, y los meses pasan más rápido.

Me han dado pase junto a otros compañeros de cuartel una semana antes de licenciarme definitivamente de la vida militar. Salimos rápido con las mochilas al hombro porque tenemos que llegar a la carretera central antes del atardecer. En una arboleda, nos tropezamos con Ariel. Sabe que nos vamos cuatro días de licencia. Me mira: “¿Y tú también te vas?” “¡Nos vemos el lunes!” le grito mientras corro hacia el Punto de Control de Pases. Luego viene la aventura de viajar de provincia en provincia, la vorágine y la adrenalina. Pierdo el sentido del tiempo que necesito para llegar a mi casa. Cuando pongo mi cabeza en la almohada me viene la escena de la arboleda y nuestra no despedida. Me acuerdo de su extrañeza y me asalta la duda.
Los días de asueto pasan rápido. Regreso de noche a la unidad. Confirmo que al resto de mi llamado le han dado la baja militar antes de tiempo. Con ellos a Ariel. Me doy cuenta de la preocupación en su última pregunta. No intuí lo que él intuyó. En aquellos días aún no sabía de las coordenadas, de los puntos de reunión que deben de ser establecidos antes de cada viaje para que las cabriolas de la vida no separen sin remedio. Han pasado muchos años y nunca más lo he vuelto a ver. Guardo el boceto de su dibujo de pesadilla, que fue vencido en el concurso por complacientes alegorías de puños y banderas.
Me pregunto qué fue de él, qué hace. En estos tiempos en que es menos posible saber el destino exacto de los que estuvieron, me asalta constantemente la duda por su devenir. Un conocido común me dijo que había regresado a Sagua la Grande y que allí estaba todavía. Hace poco, caminando finalmente por las calles de su ciudad, lo busqué en los rostros que pasaron por mi lado, sin tener idea de cómo los años han labrado sobre él. Confío en que un día, cuando menos yo lo espere, va a aparecer en mi camino y me preguntará, “¿Ya no te acuerdas de mí?”.
A veces sueño con Ariel. Aún es muy joven, y también sueña.

Ilustraciones a partir de fotos de Jon Malinowski

domingo, 31 de julio de 2011

Ángela y Juanita


“¿Qué hora es?” preguntaba mi abuela Ángela a mi tío.
“Las cinco y media”- le sonreía este. “Ahorita llama Juanita” le recordaba y mi abuela sonreía.
“¿Quien soy yo?” indagaba mi tío mirándola con ternura.
Desde su butaca, mi abuela solo lo miraba y parecía complacida. Se ahorraba el esfuerzo de las palabras o no podía responderle.
Mi abuela nos estaba abandonando. Enferma de años, sentada en la sala de su apartamento, veía tranquila pasar las horas que se llevaban pedazo a pedazo su memoria. Apenas hablaba. Vivía en el silencio detenido de las tardes. A veces escuchaba música de una grabadora que habían puesto a su disposición. Cuando yo la visitaba me sentaba junto a ella a oír danzones cantados por Barbarito Diez, canciones de Ernesto Lecuona. Mi corazón se fue… en busca de una ilusión… cantaba María de los Ángeles Santana y uno se sentía envuelto por un tirabuzón de melancolía. Mi abuela me observaba desde su asiento y no me conocía. Solo nos sonreíamos y la melodía no invadía el silencio intransitable que me separaba de ella. Hasta pocos años antes yo había sido uno de sus nietos más queridos. Cuando me fui a estudiar a la universidad me despidió feliz desde su balcón. Cuando regresé, con mi diploma de graduado en la mano, me había olvidado por completo. Y de esa misma forma fue dejando de reconocer a casi todos, como si hubiera decidido ir alejándose poco a poco.
Pero a mi tío Ángel, su hijo menor, nunca lo olvidó. No podía. Mi tío, un hombre renacentista, con una cultura enciclopédica, se había consagrado por entero a su cuidado desde que ella se convirtiera en mujer dependiente. Él dejó su trabajo y olvidó su vida personal. Para ganar tiempo estudió las dolencias, los tratamientos para los males que aquejaban a su mamá. Realmente, mi tío se equipó para enfrentar la gran batalla de su vida. Mi abuela apenas necesitó un médico durante sus años de convalecencia, que fueron muchos. Mi tío Ángel, como mismo pintaba o restauraba un cuadro, hacía una gran comida para toda la familia, o tallaba metales nobles, así mismo dominaba las dosis, las combinaciones correctas de las medicinas exactas que mi abuela precisaba en cada momento, sin importar si eran productos de laboratorio o remedios naturales. Dominó lo necesario de la física y la biología, la botánica y la química, se hizo su médico personal -casi alquimista- su mejor y casi única compañía.
“¿Quién es Juanita?”, le pregunté a mi tío aquella tarde. El rostro de Ángel se iluminó. “Es una amiga que ha hecho mi mamá por teléfono. Llama todas las tardes y conversan muchísimo”. Mi tío preparaba la comida para la anciana con meticulosa seguridad. “Eso le está haciendo mucho bien- apuntó - porque ahora tiene un incentivo. Espera todo el día, y se anima cuando se acerca la hora de la llamada de Juanita; luego conversa con ella un buen rato”. Mi tío volvió a sonreír. “Ella está mucho mejor desde que tiene una amiga”.
Ángel le llevó una taza de café a mi abuela. La cafeína equilibra la presión, estimula determinados procesos mentales. “Oye, bruja,- le gritó para motivarla - cuéntale a Lester de Juanita”.
Mi abuela sonrío “Es una amiga… que todos los días me llama y conversamos…”.
“¿Pero se conocen desde hace años?”, volví a preguntar. Mi tío aclaró “Se conocen desde un día en que Juanita llamó equivocada pero, como es una vieja muy parlanchina, ahí mismo se pusieron a conversar. Y ahora son muy amigas. Juanita también está enferma y está sola. Y, bueno…las dos se hacen compañía.”
Minutos después, Ángel me pidió que subiera a recoger unas sábanas que había tendido para secar en la azotea del edificio. Arriba había mucho viento. El cielo, más cercano a la noche, había tomado un raro color. En su extraño vuelo, las sábanas blancas me envolvieron como pétalos ásperos de una flor extraña, con olor a sol ya perdido. Se acercaba una tempestad y mi abuela estaba inquieta. Cuando era niña y vivía en el campo, vio a su casa desprenderse del suelo, destrozada por el viento de un ciclón, mientras que toda su familia huía despavorida hacia un mejor refugio. Nunca se había recuperado de ese trauma y cada vez que se anunciaba alguna tormenta se ponía muy nerviosa. Ese día estaba un poco inquieta, pero cuando bajé de la azotea la encontré muy animada conversando por teléfono. Era evidente que hablaba con Juanita.
Dejé caer las sábanas sobre el sofá de la sala. Mientras las doblaba una a una, escuché parte de la conversación. Mi abuela le contaba a su amiga la historia de la casa de su infancia, barrida por una ventolera de pesadilla. Estaba animada, encendida por una llama que no le veía desde hacía años. El tiempo giraba en retroceso, y mi abuela había regresado a ser la mujer que ya no era. Y pensé que, solo por eso, la pobre Juanita, la postrada y parlanchina, merecía una alabanza.
Entré rápido en la casa en busca de la complicidad de mi tío Ángel. Lo encontré sentado en el borde de una cama, en el cuarto del fondo. Hablaba por la extensión telefónica. Con la voz en sordina, con metal marchito y femenino, le aclaraba a mi abuela que el ciclón ya se estaba alejando, que no pasaría por nuestra ciudad, y que por ahora estábamos todos a salvo. La máscara definió sus contornos ante mí. La imagen posible de Juanita se deshizo, y en su lugar quedó mi tío el transmutado, ilusionista de artificios, que me hizo caer también en la fantasía. Ángel bordó alrededor de su madre un encantamiento que mi abuela nunca descubriría. Hizo que su sangre corriera más rápido, que el oxígeno llenara con más fuerza su cerebro destruido; la engañó dulcemente para alegrarle los últimos días y retenerla por más tiempo. Las posibilidades de salvar lo que amamos son infinitas. Y por mi abuela mi tío Ángel siempre luchó con todas sus armas.

domingo, 10 de abril de 2011

Sobre la pasión


El primer recuerdo que tengo del ímpetu irresistible de la pasión se remonta a una mañana de mi infancia. Paseaba con mis padres por uno de los grandes parques de La Habana cuando ellos quisieron entrar a una galería de arte donde se exhibía una exposición de cerámicas contemporáneas. Como me aburrían aquellas piezas de alfarería amorfas, de colores pálidos y desconocidos, escapé de la mano de mi madre y logré bajar de regreso al parque en busca de unos caballos enanos que había visto pastando a la entrada de la galería. Pero los caballos ya no estaban. Tratando de localizarlos, rodee el pequeño edificio pero no los hallé. Solo encontré, en la parte trasera de la galería, un valle soleado y solitario, lleno de mujeres de piedra.
Todas eran una. Afrodita, la diosa del amor de los antiguos griegos, revestida luego por la cultura romana como Venus, se manifestaba ante mí, multiplicada en sus más conocidas representaciones. Diosa también de la belleza, asociada a la fertilidad, anteriormente dueña de los jardines, fue una de las imágenes más recurridas por los artistas de aquellos tiempos. Con la caída de la cultura que la adoraba, fue barrida con fuego, sangre y lodo. Siglos después, desenterradas de la noche medieval, las representaciones de Afrodita sedujeron a los artistas renacentistas. En los decenios posteriores llenaron parques, fuentes y jardines, salones y galerías palaciegas. Una estatua de la divinidad pagana era símbolo de realeza. Y de los parques aristocráticos pasaron a los jardines de los burgueses.
Las que estaban ante mí aquella mañana, de seguro, eran las estatuas que se habían ennegrecido en jardines húmedos de viejos palacios venidos a menos. A pesar de haber sido rescatadas de la destrucción total, su nobleza se marchitaba con la desvalidez que manifiestan las piezas de antiguo lustre que de repente son amontonadas, sin respeto ni concierto, para una rifa de mercado dominical. Como vencidas princesas en remate de esclavas, estaban reunidas bajo el cielo de un parque popular, en una muestra pasajera para el disfrute de los paseantes.

Para mí, aquellas esculturas fueron la representación en piedra de secretos desconocidos. La línea sinuosa de las caderas, la turgencia aguda de los pechos desnudos, un gesto continente, la expresión plácida. Todo un universo, hasta entonces velado, se manifestaba sin pudor. Como quien descubre algo que no sabía necesario, caminé entre las imágenes asaltado por una tentación creciente. Sin pensarlo, mis manos se deslizaron sin pudor por la línea rígida de una espalda; se perdieron luego en la curva fría de unas nalgas. Acariciaron la dureza de unas piernas, y besé los labios de una diosa agachada a mi alcance. Poseído por aquella sensación nueva, me dejé arrastrar por el deseo. Entre todas las figuras, una -evocadora de la antigua Cnido- llamó mi atención con su gesto púdico de cubrir la pelvis. Quizás, si su mirada hubiera estado dirigida hacia mi, mi propio pudor me hubiera congelado. Pero la Venus, que salía de su baño ancestral, miraba hacia alguna lejanía. Aprovechando su entretenimiento, asaltado por un deseo urgente, me acerqué a ella. Parado en la punta de mis pies, intenté atrapar uno de los pechos redondos y duros que se me insinuaban en lo alto…
(Con los años, después de haber vivido un poco, confieso que me hubiera gustado que, en esa hora crucial en la que se manifestaba en mí un temprano deseo de pasión, la normalidad hubiera trocado su sitio, que la atmósfera, subvertida, se hubiera abierto a otra dimensión. La diosa de piedra, girando su cabeza pequeña, habría buscado con sus ojos velados mi mirada asustada. Quizás, desde su pedestal me habría extendido su brazo blanco y, luego de descender a la hierba, me habría tomado de la mano y llevado consigo por el valle, trazando un camino por entre su misma imagen repetida en decenas que, despiertas también al día, nos hubieran observado sin moverse. Recuerdo esa mañana y sueño. En ese momento perfecto hubiera podido recibir la primera lección para vivir entre la pasión amorosa y la razón, y evitarme así las incertidumbres posteriores. De seguro, la diosa me habría enseñado por qué el amor es, más que un secreto, un misterio, eje de toda maravilla humana y, a la vez, el proyectil que hace estallar los apacibles espejos de la existencia. «El sentimiento amoroso, –sonaría dentro de la piedra– acerca a los hombres, los glorifica. Estos se buscan, se descubren, se necesitan y se cuidan por el amor, aunque para amar y respetar, a veces, abatan y dejen en el desamparo a otros hombres.» Detenidos allí, en el medio del campo me podía haber anunciado que nunca sería feliz, porque la felicidad es el fin de todos los empeños, la razón primera. La búsqueda permanente de una felicidad impar no es un esfuerzo desventurado sino el motor que palpita en el centro mismo de la vida. «Y el amor es estampa de bellos colores, lluvia de estrellas, fiesta brillante de los sentidos; nada basta cuando él nos falta y nada es demasiado si él nos mece. Cuando encontramos un amor nos asombra descubrirnos en él, abrimos salones antes cerrados, los sentidos se aguzan, la horas sonríen, el viento nos asciende sin peligro de caída. Existe un desafío tácito entre el amor y la muerte, pues el sentido enamorado diluye en un momento los miedos atávicos, se enfrenta sin temores al devenir, con fuerza incontestable, que es como reconocer tranquilamente que la muerte espera y nos envuelve, pero que ha dejado de importarnos. Miramos de la muerte su máscara dorada y sonreímos sin sobresalto. Nada es más fuerte que nosotros, nadie podrá llegar más alto, ni más lejos, porque el amor nos abraza desnudo, cálido, bajo nuestro cobertor de inviernos. Es un crimen negarse a él, o dejar que algún miedo lo congele. El amor debe ser vivido en todo su esplendor y por todas sus sombras.»
Muchos años después develaría el misterio que se abría ante mí; pero en aquella mañana de ensoñación también avizoraría otras certezas. «El amor –me hubiera alertado la diosa, mirándome con sus cuencas de ribetes oscuros de humo pétreo- el amor también es rigor, sacrificio, renunciamiento; no se sostiene por el deseo pues los deseos inflaman, arden, mas luego mueren. El amor es besar la herida, sentir vértigo, también provoca deseos de gritar, golpear hasta la sangre, vomitar. Es ángel que disimula a un demonio. A veces no besa, ni oprime dulce al corazón como cantan muchos, sino que clava sus colmillos de fiera en los intestinos y no nos libera, aunque lo quisiéramos. Hay que ser fuerte para amar, porque más de una angustia esconde siempre bajo las alas el amor. El amor debilita el cuerpo, afloja la mente, ciega los ojos y ensordece. El amor mata. Hay que saber decir “ahora no” y también “nunca más”, pues el amor puede dominar, desarmar, y convertirnos en muñecos de barro en rápida caída al estallido. Sólo aquel que se ame podrá sobrevivir si un amor se le ha vuelto fiero, podrá dominarlo, y salvarlo. Y así una y otra vez, de un lado al otro y de regreso, eternamente: el amor siempre se muerde, gira, y renace.» La diosa hubiera colocado mi mano sobre su pecho caliente de sol. «Todo valdrá la pena porque es imposible evadir la verdad que es raíz frondosa de la vida. Siente el latido nervioso, entrégate a él y vive lo más plenamente que puedas.»)

Aquella mañana, mis dedos nunca llegaron a alcanzar el seno de piedra. Mi baja estatura y el pedestal de la escultura impidieron que concretara mi deseo. Una veladora de la galería de arte llamó mi atención con un grito agudo y vergonzante. Del susto caí sentado sobre el césped. Para más encogimiento, mis padres bajaron de la exposición de cerámicas; me llevaron rápido de la mano, y el valle de las Afroditas quedó en el pasado.
Se sucedieron los años y mis padres dejaron de llevarme de la mano para siempre. Fui a donde pude y como quise fui. Las enseñanzas que nunca nadie me procuró comenzaron a atropellarse sobre mis días, como si una mano invisible dispusiera en cuál lugar debía ser ubicado el júbilo y en cuál sitio iba el dolor y, de repente, lo sacudiera todo, confundiéndolo. Durante los años de adolescente perseguí otros músculos de mármol, me busqué en ojos de humo que no repararon en mí. Besé labios que no se mantuvieron calientes más allá de mi beso. Lo mejor que tuve no se concretó y lo que encontré duró poco. Un día, la persistente búsqueda terminó. Alguien me dijo que a mi amor le sobraba gravedad. Y lo hice ligero. Entonces mucho vino a mí. Supe de la felicidad de poseer y también supe de desencuentros y despedidas, lejanías, y nuevos comienzos. Como me lo anunciara la dama de piedra en la mañana soñada de mi niñez, el amor siempre fue y regresó, y con él fueron y vinieron las sorpresas y las dudas.
La imagen brumosa de las diosas en el valle nunca me abandonó. La escena extraña se mantuvo en mi mente, preservada entre muchos olvidos. Siempre quise volver a ese lugar. Deseaba saber si el tiempo y el hombre habían acabado de destruirlas, o si continuaban bajo el cielo de aquel campo lejano. Buscaba comprobar con certeza los límites de mi mente, recuperar la noción de lo cierto y lo soñado.
Hace poco encontré el sitio. Y regresé a él como quien regresa a un templo, bajo el sol ya crepuscular de otro día. Buscaba, de paso, encontrar respuestas a las dudas que nunca nos abandonan y que con los años crecen, se confunden. Quizás la diosa de la pasión, la reina de todos los terrenos del amor, –y repetida aún en decenas– hilvanaría el rumbo ideal ante mis ojos, revelaría el secreto final. Pero tras el abandonado edificio que alguna vez fue galería de arte, hallé solo el silencio en un valle vacío, la hierba crecida y amarillenta.

7 de febrero, 2011
Fotos: Lester Vila

domingo, 27 de marzo de 2011

La Virgen de la charca y los caminos

La historia aconteció en las inmediaciones de la plaza Sandino de Santa Clara. Hace alrededor de 25 años, algunos transeúntes que utilizaban un atajo para ir y venir del por entonces cercano “Mercado paralelo”, se percataron de las primeras señales de un portento: en las orillas de una cañada que cruzaba el camino, removida por un tractor, había comenzado a emerger de la tierra, de entre la vegetación, unas grandes manos de mármol. A medida de que fue despejada la tierra, fue quedando al descubierto, ante los ojos asombrados de los testigos, una imagen de la Virgen María monumental, tendida en el sendero, como si descansara a la sombra de la arboleda poco transitada. Roto, y ennegrecido por la tierra y los hongos del tiempo, el rostro de la virgen recordaba a una inmaculada pintada por Murillo: el bello semblante en éxtasis de una adolescente, entreabre los labios por la gracia, mientras eleva los ojos a un cielo añorado.

Por supuesto que después del susto y el asombro inicial, comenzaron las hipótesis que explicaban el hallazgo. Hasta se habló de un milagro y el barranco se llenó de flores y sirios votivos. Lo cierto es que a la vera de un riachuelo en Santa Clara había sido desenterrada una estatua de la virgen, como una de aquellas pétreas diosas paganas encontradas en los campos italianos del Renacimiento.

El revuelo provocado por el suceso no tardó en llamar la atención de las autoridades de la provincia y en poco tiempo el extraordinario descubrimiento tuvo una explicación lógica.

Antes de 1959, una imagen de la Inmaculada recibía y despedía a los viajeros de la ciudad. Adquirida por la asociación católica Las Damas Isabelinas, la escultura, de 3 metros de alto y 3 toneladas de peso, fue tallada en Italia en un bloque de mármol blanco. Ya en Santa Clara, fue ubicada al aire libre, cerca del antiguo aeropuerto de la ciudad, justo en el punto en que la carretera central, que venía desde La Habana, entraba en el pueblo. Su inauguración coincidió con el día de las madres de 1957. Mientras la virgen saludaba a todos los que llegaban y bendecía a los que emprendían el camino, algunos habitantes del pueblo aprovechaban su presencia para pedirle favores y arrojarle monedas.

En los años 60, la escultura fue retirada y abandonada en una zona no transitada. Al parecer, su peso y la humedad de los suelos en los que había sido dejada contribuyeron a que fuera hundiéndose lentamente en la tierra húmeda. Al pasar el tiempo, el lugar fue cubierto por la vegetación. Luego, la expansión de la ciudad pobló y dio un uso social a la zona. Cerca del lugar en el que la madre de piedra dormía, fueron construidas áreas de ventas agropecuarias. La misma naturaleza, la bullente cercanía de la ciudad y el paso de las personas fueron removiendo los terrenos y la figura comenzó a aflorar, hasta que un tractor se dispuso a trazar un camino.

Luego de ser hallada, la escultura fue guardada durante 11 años, hasta que en 1996 fue entregada a la Iglesia local, el día de la creación de la nueva diócesis de Santa Clara. Tiempo después, la imagen marmórea de la Virgen María, inmaculada y en éxtasis —como una vez también la pintó Murillo—, fue emplazada en la entrada principal de la Catedral santaclareña, finalizando así su solitario y silencioso viaje de consagración.

Fotos: Lester Vila

viernes, 18 de marzo de 2011

Magia de amor, Rosita Fornés

Se abre un plano general, la luz sube, y un arpegio de cuerdas se abre como un telón de melodrama. Aparece la vedette; está de espaldas, abrazada toda por una chalina de plumas.
El público en el estudio aplaude y ella se vuelve al clamor. Es Rosa Fornés y canta una canción de Adolfo Guzmán: “Un mundo nuevo de ilusiones… que he soñado para ti…”. La misma Fornés más que una mujer es una ilusión en las pantallas de los televisores. Los cabellos muy rubios, fijados por la química; los ojos delineados, las pestañas reforzadas, recuerdan por momentos a dos mariposas nocturnas que aletean sobre la mirada intensa y dulce. Ella se ve segura, y va más allá. La cámara nos ofrece un gran primer plano y el rostro rubio llena la pantalla. No se necesita más. La canción de Guzmán es un tema sobre el encantamiento por amor y ella lo sabe. No interpreta la canción: Rosita Fornés se ha convertido en la atmósfera del tema, en su misma esencia. Crea desde sí una sensación de bienestar, un goce por la belleza embellecida y lo vuelca sobre los espectadores que no pueden apartar sus ojos de ella, como en un hechizo. Encantar es la victoria de los artistas.

Cuando era una niña descubrió lo que quería ser y desde muy joven lo supo hacer mucho y bien. Fue una artista probada en los escenarios teatrales, en zarzuelas y operetas...luego fue vedette —la Estrella— de grandes revistas musicales, dentro y fuera de su país. Actuó en la radio que era como decir en cada barrio del país. Las cámaras de cine y fotografía encontraron en ella la belleza ideal de una época y la supieron aprovechar. Luego vino la televisión que trajo la amplificación de su arte, la masividad de grandes shows, actuar, bailar y cantar canciones de moda en cada casa que pudiera contar con un televisor, todo desarrollado en una época en que ser una mujer del espectáculo podía entrañar más de un riesgo. Los tiempos cambiaron después y el país giró en un torbellino sin precedentes. Y la Fornés se alistó para participar intensamente en la nueva época. “Habrá un latir de corazones que te arrullen sin cesar…”. La capa de plumas oscuras es lanzada a un lado, y la artista baila libre por el set, presa de un suave frenesí. Ahora su belleza es absoluta: los hombros desnudos, redondos, el torso elegante, guantes claros y joyas que irradian en la luz de los reflectores. Después de recorrer los escenarios del mundo, la Fornés parece encontrar en los estudios de televisión un espacio ideal. Delante de las cámaras se mueve con soltura y los lentes potencian cada línea de su rostro. Su atracción es más intensa, va directo al corazón.

“Y así juntos vivir, y amar a plenitud…ignorando las traiciones y el dolor…” Quizás en ese momento algunos miraban con ojeriza lo que para otros era simplemente encanto. Siempre hubo piedras en los caminos. ¿Necesitaban los nuevos tiempos que comenzaban un ejemplar como Rosita Fornés? ¿Acaso aquellas maneras no era deudoras de una mentalidad profundamente burguesa que debía ser abolida? ¿Quizás los nuevos tiempos no demandaban austeridad y Rosita Fornés se había convertido en un mal ejemplo, en una rémora dañina del pasado? En el gran cambio algunos la cuestionaron, trataron de cerrarle el paso, soñaron con decomisarle las joyas, quemar sus vestidos.La vedette mantuvo la fe en el arte y continuó, ayudada por muchos que sí entendían lo que ella representaba y la apoyaron siempre. Rubia y glamorosa no podía ser más cubana, y marginarla era un crimen de lesa cultura. Por suerte, la Fornés es una mujer que siempre se ha sabido necesaria y, perseverante, evitó ser barrida por el vigor indetenible de la historia; tenía la certeza de que su arte era un derecho absoluto de todos, estaba convencida de la necesidad de la belleza halagadora, de la pulcritud y la elegancia en los buenos y en los malos tiempos.

Ella no era un producto creado para magnates americanos, sino que había sido formada trabajando en los teatros- sacrificada es la vida del teatro-, en géneros muy populares en los que los abanicos de plumas, las joyas y las bellas damas bañadas en lentejuelas más que un derroche son una necesidad. Heredera del gran espectáculo, Rosa Fornés ha demostrado que todo es válido si está sustentado por la verdad, si no es imitación. El resto son modas pasajeras.

Rosa Fornés ha sido desde hace más de medio siglo la embajadora entre nosotros de la magia escénica en el ámbito musical. Hasta ahora no ha aparecido otra figura de su tipo en el mundo del espectáculo cubano. Es que ella no ha sido solamente una beldad engalanada, sino que es, sobre todo, una persona sincera. Los cubanos la respetan y la quieren, no por bella, sino por buena. Y ese —quizás sea lo que alguna seguidora nunca entendió— no es el triunfo del glamoroso destello, sino la victoria de una esencia humana en su estado más noble. Hoy la vemos con sorpresa, aún dueña de una hermosura que nunca termina, ya menos dama de guantes blancos, pero con la belleza de las cosas verdaderas.

“Ven a mi mundo de ilusiones, y en mis brazos sentirás… la fantasía que te envuelve en la magia de este amor…” En la imagen televisiva -plateada por las décadas- la contemplamos ahora eternamente joven. Una ola cálida de ternura llega hasta nosotros desde sus ojos del pasado, que nos miran con franqueza, como si nos conociera desde siempre. Parece como si ella guardara para su público todo el cariño del mundo y nos lo estregara cuando extiende sus dos brazos hacia nosotros. Toda una vida de ilusiones nos ha ofrecido la artista, para salvarnos a su modo, para que no perdamos la capacidad de fantasear, de soñar con mujeres maravillosas que nunca existieron, dulces mentiras de luz y attrezzo que aún nos atraen, seductoras, a sus camerinos de quimera.

“…Dame un beso sin final para nunca despertar… (Desde su pantalla de plata, Rosita Fornés nos mira para siempre. Sonríe) …de este mundo… que he creado… para ti…”

jueves, 10 de marzo de 2011

El puente del triunfo

Llegamos al puente cerca de la media noche. No lo habíamos planeado así. Realmente debíamos haber llegado al atardecer, pero no pudo ser. Llegamos al puente ya en lo oscuro y apenas había personas en el lugar. Quería volver a estar en él. Podía ser que con los años mi mente hubiera distorsionado su estructura férrea, la amplitud del río, la aguja de la iglesia entre el follaje de los árboles. Si mi mente lo había transformado todo, si hubiera aumentado, pulido, coloreado lo que nunca estuvo, era muy posible que lo demás recordado, los hechos, las personas, las historias, también fuera una mentira. Pero el puente estaba ahí, y el río ancho y undoso corría en silencio; el agudo campanario, exaltado por una luz astral, se erguía hacia el cielo.

Hacía casi 20 años que había estado en ese lugar. ¿El peor día de mi vida? No; pero sí un día triste. Me habían dicho que tenía que estar en el comité militar a las ocho de la mañana. Finalmente, había llegado el momento temido durante años. Pero era el tributo necesario, obligado. Como los jóvenes antiguos, desde la infancia había sido preparado en la idea de que ese era un compromiso ineludible: "cuando la patria llamaba había que acudir sin vacilar". Pero, sinceramente, en ese momento yo no pensaba ni en patrias, ni en llamados heroicos. Me preocupaba lo no deseado, lo desconocido que me absorbía sin darme posibilidad de escape. Mi madre me dijo un adiós apresurado y se fue para su oficina; aprovechó que nuestra vecina había venido a despedirse y se escabulló llorando. Yo no entendí esas lágrimas. Sabía que era un minuto triste pero, después de tres años de beca en una escuela en el campo, mi partida en esa mañana no me parecía un final para llorar, sino la continuación de mi “vida fuera de casa”.

En el comité militar –un lugar feo–esperaba una rastra de barandas bajas. Nosotros éramos tres. Conocía muy poco a mis compañeros, así que en aquella rastra hacia Cárdenas me sentía muy solo. Trataba de mostrarme optimista, pero mis acompañantes estaban más deprimidos que yo. Nada que hacer. Así nos alejamos de nuestra ciudad. Ese día, hasta el sol era oscuro, y desde el camión veíamos desfilar un paisaje desangrado por la crisis. El hambre se mecía en las ramas de los árboles, opacaba el color de la tierra. No había nada inspirador que me ayudara a enfrentar lo que tenía por delante.

Luego de mucho rodar, entramos en una ciudad que, hasta ese momento, y más allá de su nombre, desconocía. La rastra se detuvo en la zona militar del pueblo para recoger a sus muchachos llamados para el ejército. Como siempre he sido un antisocial, me molestó la invasión de los nuevos. Muchos de ellos estaban exaltados. ¿Es acaso la euforia remedio eficaz contra la angustia? Como pude, me arrebujé en mi rincón sucio, molesto por la algarabía que ya suplantaba nuestro autocompasivo silencio; apreté mi mochila contra el pecho y bajé los ojos, con miedo a ser descubierto.

Con la nueva carga de muchachos, el artefacto rodante avanzó un poco, pero varios metros más adelante, por alguna razón, se detuvo un par de minutos. El frescor del aire, la sensación de cielo abierto, me hizo levantar la cabeza. Con sorpresa, me vi de repente en uno de esos lugares dibujados por las tintas románticas, de esos que a veces solo conocemos en nuestros sueños. Estábamos detenidos sobre un puente y, por debajo, fluía un río ancho como nunca había visto. En mi ciudad natal no hay ríos. Los ríos de mi ciudad, en los que en otra época lavaban las mujeres y se bañaban los muchachos desnudos, desaparecieron hace décadas. En su lugar, quedaron unos enfermizos arroyuelos, como huellas tenues y malolientes de una pasada grandeza.

Por eso, la repentina visión de un río de verdad, ─el río que corre y se enverdece en la palabra río─ fue una revelación. Desde nuestro puente, el río trazaba una curva suave para correr bajo un puente mayor, casi imponente, cuyos herrajes se fundían con el follaje de los árboles. Por encima de las copas verdes, sobresalía la torre blanca de una iglesia de aires góticos. Una escultura religiosa coronaba la aguja, recortada sobre el cielo azul. La belleza de la imagen me abrió los sentidos, me despertó del marasmo. Como esas viejas pinturas de trazos impresionistas que, en pequeños lienzos, decoran los melancólicos saloncillos burgueses, el panorama ante mis ojos, claro y tangible, me transmitía a su vez un rumor de irrealidad, vibraciones de tiempo perdido, que latían en cada árbol, en cada piedra y reflejo, como una vida velada más allá de la vida.

Cuando el camión continuó su camino, no pude desviar la vista otra vez pues la pequeña ciudad robó para siempre mi atención, se me empozó en la mente. En el trazado perfecto de sus calles, en sus palacetes, y parques, que se me descubrían rápidos antes de volverse a alejar, encontré estructuras, motivos, escalas que había buscado en vano en mi propia ciudad. Un aura de dulce decadencia, esplendor sobreviviente, una atmósfera de ocaso. Me quedó sembrado el deseo de caminar esas calles, de conocerlas en lo profundo, porque desde el primer momento la supe mía. Todo era cuestión de tiempo. Estaba sembrada en mi camino a casa y en algún momento regresaría por ella.

Al dejar el lugar atrás, me di cuenta que ya estaba integrado a mis nuevos compañeros. En sus caras había encontrado el reflejo de mi propio ánimo, las mismas dudas, aprensiones y deseos. Ellos se parecían a su ciudad. En ellos me apoyaría, porque a partir de ese momento, y por dos años, seríamos la misma cosa. Y aunque mi tristeza no se fue, en ese momento cambió. Mi vida anterior se había acabado e iba hacia lo desconocido, quizás lo despiadado, pero también me asomaba por primera vez, y solo, al milagro del mundo. A una hora de mi casa, un pueblo, con un gran río, vivía sombreado por sus edificios palaciegos y entre los muchachos desconocidos, se reía y conversaba quien sería uno de mis mejores amigos. La vida era una promesa y yo iba hacia ella, libre, por primera vez.

Hace 20 años, el día que me convertí en soldado, llevé conmigo las lágrimas de mi madre. Hoy sé el porqué de su llanto. Ese fue el día de mi partida definitiva y ella lo sabía. Nunca más regresé a mi casa. En el camino que me alejó, como a todos, me esperaban lo bueno y lo malo. En las primeras horas aciagas del trayecto encontré la maravilla desconocida y deslumbrante. Y así se sucederían los hechos en la vida posterior.

Finalmente la ciudad fue mía. Era de noche cuando regresé al puente mayor sobre el río oscuro. Divisar la torre entre los árboles sombríos del invierno debilitó mis piernas. En la sensación de estar viviendo dentro de un sueño, la atmósfera extrañada de la noche se mezcló con la ansiedad y los recuerdos. Casi me aferro a mi compañero, hebra lúcida que me condujo de regreso, pero no lo hice.

En los días siguientes, me llevaron de la mano por las calles de la ciudad. Conocí sus espacios de lujo, y sus zonas de lenocinio. Ubiqué el palacio de una señorita que hizo a un príncipe claudicar del trono, el hotel en el que durmió el poeta español obsesionado con la luna, y el otro hotel, más antiguo, en el que se asomó, ya envejecida, una legendaria actriz europea. La casa modesta donde nació un gran pintor declinaba en una callecilla oscura. En su interior mortecino, una anciana cosía en silencio. Un poco más profundo, un barrio mágico vivía acosado por duendes fantásticos que traen la muerte. De mi acompañante supe de los muchos benefactores que hicieron crecer a la ciudad desafiando todo por ella, de la bonanza del antiguo puerto fluvial y de barcos de vapor que viajaban por el río, en el que por momentos, para avanzar, se navegaba en retroceso.

También supe de crisis y de hambres. Admiré la belleza serena de la iglesia principal, alzada en el centro de un parque celebrado por poetas y escritores. Una mano me mostró el cielo estrellado que fue el primero de nuestra poesía, mientras que campanas marcaban las horas en el aire.

Una tarde mi compañero de viaje trató de devolverme la visión deslumbrante. Pero el puente pequeño, en el que aquel mediodía se detuvo la rastra cargada de muchachos tristes, había sido barrido por el río desbordado de un ciclón. Aún buscamos la rivera más próxima al lugar. Allí estaba el mismo panorama, sin grandes transformaciones, preservado para mí. Con la visión, se redibujaron personas recordadas, nombres y hechos vividos desde ese primer día en mi vida y en los años que lo siguieron. Un abrazo ante el paisaje recuperado me confirmó el beneficio de existir. Luego de unos minutos nos alejamos en silencio del lugar. Cuando la noche terminó de caer, nosotros aún sonreíamos.

La vida es dulce y buena todavía.

Fotos: Maykel González Vivero y Lester Vila

miércoles, 9 de marzo de 2011

Una hora de descanso

Se escucha el timbre y el último turno de ensayos de la mañana ha terminado. Ha llegado la hora del almuerzo en el Ballet Nacional de Cuba. Es solo una hora antes de comenzar con la sesión de la tarde.

Los bailarines de la compañía, la gran mayoría muchachas y muchachos que no sobrepasan los 25 años, aprovechan estas horas para descansar. Los salones han quedado vacíos. Todos han bajado y se han movido hacia el comedor o hacia las cafeterías cercanas para almorzar. Desorden de tules, bolsos, ropa deportiva y zapatillas. Las piernas estiradas, los pies descalzos…

Está cercana una gira por Europa y el trabajo es más intenso. No hay turnos libres. Casi todos tienen sus horarios establecidos y nadie se puede marchar.

Algunos discuten sobre la última película estrenada. Un bailarín, lejos de todo bullicio, lee un libro en un apartado rincón del jardín.

Ha pasado la mitad de la jornada de un día de trabajo en el Ballet. Comenzaron con la clase diaria, luego vinieron los ensayos.

En la parte trasera del edificio está el comedor. A la una y media de la tarde se llena de bailarines. Poco a poco hacen la fila, cogen su ticket, y luego almuerzan.

Mientras esto ocurre, en la planta superior, algunos bailarines, esperando que el comedor se vacíe un poco para almorzar tranquilos, han subido al departamento de vestuario a probarse la ropa con la que bailarán en las siguientes funciones. Las costureras entallan rápido, los viejos alfileres atraviesan telas de colores, ajustan los rasos a los cuerpos. Un grupo de muchachos vocean desde abajo y uno de los bailarines que se entallan sale a la terraza, vestido de cortesano, y le pide a los impacientes que por favor lo esperen un minuto más, que ya está terminando y que no almuercen sin él. Una niña que pasa por la calle, de la mano de su abuela, ve la escena: la imagen del príncipe adolescente asomado al balcón se le quedará grabada en su memoria, y quizás, años después, cuente con emoción sobre el primer día en que descubrió la belleza.

En la enfermería, una bailarina se da corriente en las piernas. Iba a debutar como solista en la próxima temporada, comenzaba a destacarse en el cuerpo de baile, y de repente en un ensayo ha sufrido una lesión en la rodilla: todo lo que prometía el futuro puede diluirse como humo en la atmósfera cargada de un salón de ballet. Tiene que estar bien para las funciones, piensa una y otra vez, obsesionada: tiene que reintegrarse a los ensayos, ponerse en buena forma; tiene que trabajar y trabajar hasta perder las fuerzas, tiene que bailar por encima de cualquier dolor, y subir a escena y demostrar su valía. Toda la vida ha luchado por ello y no puede detenerse ahora que está a punto de comenzar a lograrlo. A su lado, un amigo trata de consolarla de todas las maneras posibles, le pinta un futuro luminoso de éxitos y reconocimientos, coreografías que estrenar, países que visitar. Pero la bailarina de la rodilla rota ni siquiera sonríe. Ella sabe que la lesión no sanará antes de las funciones y que sus sueños inmediatos van quedando atrás. Ya tacharon su nombre en el elenco de la próxima temporada. En su lugar han puesto el nombre de otra muchacha, más joven, de condiciones brillantes. La bailarina no puede sonreír. El deseo frustrado va fundando un callado rencor.

Afuera, unas notas musicales comienzan a inundar las estancias de la compañía. Un bailarín ha entrado al salón blanco y se ha sentado al piano. Con dedos torpes pero seguros evoca las notas de una canción tradicional cubana. Su ceño fruncido denota preocupación. Solo quiere que el tiempo corra para poder llegar a su casa. Cuando está trabajando el esfuerzo no le permite pensar en su madre enferma pero, en esta hora de laxitud la preocupación no lo abandona. La música alivia y ayuda a seguir. En la compañía se ha hecho silencio y las notas de Dos gardenias salen del salón y se deslizan por los pasillos, se disipan en el patio.

Una bailarina sale al portal de la casona; busca a su novio que se la ha desaparecido. Por su ropa de trabajo se puede presuponer que su próximo ensayo será un ballet de aliento romántico, de seguro Giselle, que está programado para la siguiente temporada. Un muchacho delgado, vestido de negro, cruza la calle a saltos y llega hasta la bailarina. El novio viene de comprar cigarros. Ella lo mira con molestia y sin decir palabras da media vuelta y entra en el edificio, seguida fielmente por su enamorado.

Muchos otros han salido a resolver asuntos personales, otros se han ubicado donde pueden, en el sofá, en las butacas, otros, juegan a las cartas sentados en el suelo. Conversan y ríen. Otros simplemente duermen refugiados en algún regazo amigo.

Se escucha el timbre. Todo vuelve a comenzar, hasta que caiga la tarde.

Fotos: José Raúl Mazorra

domingo, 6 de marzo de 2011

Cementerios

Siempre le tuve miedo a los cementerios. De niño nunca creí en fantasmas, jamás temí de los muertos. Pero le tenía miedo a los cementerios porque las esculturas sí me espantaban. Me estremecía la idea de que un ángel de piedra girara su cabeza y siguiera mi paso con sus ojos velados. Y como uno disfruta ese vértigo placentero del miedo fundado por la imaginación, siempre me gustó caminar por un cementerio lleno de ángeles. Por supuesto que mi preferido siempre fue el Cementerio Cristobal Colón de La Habana, que posee una de las colecciones de monumentos funerarios más valiosas del mundo.

Mi padre me llevaba de niño al cementerio para que yo conociera un museo diferente, para descubrir entre los mausoleos las tumbas de los héroes y la de los artistas que ahí descansan. Y yo no perdía el temor ante tanta figura quejosa. Al pasar ante el imponente monumento a los bomberos cerraba los ojos y mis padres me tenían que avisar cuando lo dejábamos atrás. Con los años, la pesadilla de que una de aquellas alegorías extendiera su brazo y me atrapara con su gran mano marmórea fue cediendo paso a la admiración por el arte de quienes supieron animar un bloques de piedra.

Durante años en ese lugar, artistas cubanos, españoles e italianos respondieron al encargo de familias pudientes e instituciones sociales para esculpir las figuras que poetizaran el lecho de sus muertos. Cristos ascendentes, dolorosas veladas, ángeles solitarios, cabizbajos, o que se posan sobre pedestales, luego de un áureo vuelo.

Apelando a las más variadas tendencias artísticas, desde el neogótico, hasta el racionalismo, pasando por el art nouveau y el art deco, los escultores y arquitectos dotaron a este parque de un rostro distinguido entre los otros de su tipo. Por doquier se transpira arte y sensibilidad: La belleza de unas manos, la línea suave de los cuellos que se inclinan con piedad, o de los brazos que caen resignados, el viento invisible que pliega las túnicas, el plumaje pétreo de las alas, son obras de arte en muchos casos. Incluso hay muchos ángeles realizados en producciones industriales del negocio funerario que ofrecen una imagen de paz y beatitud tan convincente que, aunque seriada, conmueve.

El tiempo ha dando cuenta de algunas de estas figuras y panteones. Están faltando algunas alas, se han perdido algunas manos, incluso algunas cabezas han desaparecido. Para los temperamentos románticos una escultura porosa y ennegrecida tiene valores extras. Pueden ser poéticas las decadentes señales que anuncian la destrucción, pero la pérdida de lo bello es algo muy doloroso.

Caminar por el cementerio de Colón, sobre todo si es un día nublado, puede ser una manera de encontrar la paz en medio del caos en que vivimos. El silencio ayuda a pensar y recomponer. Nunca estaremos solos porque las estatuas nos acompañarán, pero sin perturbar nuestros pensamientos. Uno puede salir de su vida para verla de lejos y pensar en ella.

El día pasa más lento, y la cercanía de la noche cubre el lugar con una atmósfera rara, cada vez más lejana, en medio de la ciudad. Casi todos prefieren irse antes de que esto comience a suceder. Las supersticiones no aconsejan permanecer en los camposantos cuando se va el sol. Un amigo me cuenta que cuando era niño atravesaba de noche el cementerio para hacer más corto el camino hacia su casa. La idea me admira y me estremece. Pienso en las esculturas grises de la muerte, alzadas en la penumbra, con sus ojos ciegos y su queja eterna. Incluso a veces, caminando de noche por el exterior de la necrópolis, temo mirar hacia adentro. Y no me acobarda que un cadáver estire su descarnado brazo entre los barrotes para pedir una clemencia final. Lo que me intimida es la idea de descubrir a un ser claro como el mármol volando de un lado a otro, ligero y silencioso, en la oscuridad nocturna del cementerio.

Imágenes: Cementerio de Colón. Fotos: Yuris Nórido