jueves, 10 de marzo de 2011

El puente del triunfo

Llegamos al puente cerca de la media noche. No lo habíamos planeado así. Realmente debíamos haber llegado al atardecer, pero no pudo ser. Llegamos al puente ya en lo oscuro y apenas había personas en el lugar. Quería volver a estar en él. Podía ser que con los años mi mente hubiera distorsionado su estructura férrea, la amplitud del río, la aguja de la iglesia entre el follaje de los árboles. Si mi mente lo había transformado todo, si hubiera aumentado, pulido, coloreado lo que nunca estuvo, era muy posible que lo demás recordado, los hechos, las personas, las historias, también fuera una mentira. Pero el puente estaba ahí, y el río ancho y undoso corría en silencio; el agudo campanario, exaltado por una luz astral, se erguía hacia el cielo.

Hacía casi 20 años que había estado en ese lugar. ¿El peor día de mi vida? No; pero sí un día triste. Me habían dicho que tenía que estar en el comité militar a las ocho de la mañana. Finalmente, había llegado el momento temido durante años. Pero era el tributo necesario, obligado. Como los jóvenes antiguos, desde la infancia había sido preparado en la idea de que ese era un compromiso ineludible: "cuando la patria llamaba había que acudir sin vacilar". Pero, sinceramente, en ese momento yo no pensaba ni en patrias, ni en llamados heroicos. Me preocupaba lo no deseado, lo desconocido que me absorbía sin darme posibilidad de escape. Mi madre me dijo un adiós apresurado y se fue para su oficina; aprovechó que nuestra vecina había venido a despedirse y se escabulló llorando. Yo no entendí esas lágrimas. Sabía que era un minuto triste pero, después de tres años de beca en una escuela en el campo, mi partida en esa mañana no me parecía un final para llorar, sino la continuación de mi “vida fuera de casa”.

En el comité militar –un lugar feo–esperaba una rastra de barandas bajas. Nosotros éramos tres. Conocía muy poco a mis compañeros, así que en aquella rastra hacia Cárdenas me sentía muy solo. Trataba de mostrarme optimista, pero mis acompañantes estaban más deprimidos que yo. Nada que hacer. Así nos alejamos de nuestra ciudad. Ese día, hasta el sol era oscuro, y desde el camión veíamos desfilar un paisaje desangrado por la crisis. El hambre se mecía en las ramas de los árboles, opacaba el color de la tierra. No había nada inspirador que me ayudara a enfrentar lo que tenía por delante.

Luego de mucho rodar, entramos en una ciudad que, hasta ese momento, y más allá de su nombre, desconocía. La rastra se detuvo en la zona militar del pueblo para recoger a sus muchachos llamados para el ejército. Como siempre he sido un antisocial, me molestó la invasión de los nuevos. Muchos de ellos estaban exaltados. ¿Es acaso la euforia remedio eficaz contra la angustia? Como pude, me arrebujé en mi rincón sucio, molesto por la algarabía que ya suplantaba nuestro autocompasivo silencio; apreté mi mochila contra el pecho y bajé los ojos, con miedo a ser descubierto.

Con la nueva carga de muchachos, el artefacto rodante avanzó un poco, pero varios metros más adelante, por alguna razón, se detuvo un par de minutos. El frescor del aire, la sensación de cielo abierto, me hizo levantar la cabeza. Con sorpresa, me vi de repente en uno de esos lugares dibujados por las tintas románticas, de esos que a veces solo conocemos en nuestros sueños. Estábamos detenidos sobre un puente y, por debajo, fluía un río ancho como nunca había visto. En mi ciudad natal no hay ríos. Los ríos de mi ciudad, en los que en otra época lavaban las mujeres y se bañaban los muchachos desnudos, desaparecieron hace décadas. En su lugar, quedaron unos enfermizos arroyuelos, como huellas tenues y malolientes de una pasada grandeza.

Por eso, la repentina visión de un río de verdad, ─el río que corre y se enverdece en la palabra río─ fue una revelación. Desde nuestro puente, el río trazaba una curva suave para correr bajo un puente mayor, casi imponente, cuyos herrajes se fundían con el follaje de los árboles. Por encima de las copas verdes, sobresalía la torre blanca de una iglesia de aires góticos. Una escultura religiosa coronaba la aguja, recortada sobre el cielo azul. La belleza de la imagen me abrió los sentidos, me despertó del marasmo. Como esas viejas pinturas de trazos impresionistas que, en pequeños lienzos, decoran los melancólicos saloncillos burgueses, el panorama ante mis ojos, claro y tangible, me transmitía a su vez un rumor de irrealidad, vibraciones de tiempo perdido, que latían en cada árbol, en cada piedra y reflejo, como una vida velada más allá de la vida.

Cuando el camión continuó su camino, no pude desviar la vista otra vez pues la pequeña ciudad robó para siempre mi atención, se me empozó en la mente. En el trazado perfecto de sus calles, en sus palacetes, y parques, que se me descubrían rápidos antes de volverse a alejar, encontré estructuras, motivos, escalas que había buscado en vano en mi propia ciudad. Un aura de dulce decadencia, esplendor sobreviviente, una atmósfera de ocaso. Me quedó sembrado el deseo de caminar esas calles, de conocerlas en lo profundo, porque desde el primer momento la supe mía. Todo era cuestión de tiempo. Estaba sembrada en mi camino a casa y en algún momento regresaría por ella.

Al dejar el lugar atrás, me di cuenta que ya estaba integrado a mis nuevos compañeros. En sus caras había encontrado el reflejo de mi propio ánimo, las mismas dudas, aprensiones y deseos. Ellos se parecían a su ciudad. En ellos me apoyaría, porque a partir de ese momento, y por dos años, seríamos la misma cosa. Y aunque mi tristeza no se fue, en ese momento cambió. Mi vida anterior se había acabado e iba hacia lo desconocido, quizás lo despiadado, pero también me asomaba por primera vez, y solo, al milagro del mundo. A una hora de mi casa, un pueblo, con un gran río, vivía sombreado por sus edificios palaciegos y entre los muchachos desconocidos, se reía y conversaba quien sería uno de mis mejores amigos. La vida era una promesa y yo iba hacia ella, libre, por primera vez.

Hace 20 años, el día que me convertí en soldado, llevé conmigo las lágrimas de mi madre. Hoy sé el porqué de su llanto. Ese fue el día de mi partida definitiva y ella lo sabía. Nunca más regresé a mi casa. En el camino que me alejó, como a todos, me esperaban lo bueno y lo malo. En las primeras horas aciagas del trayecto encontré la maravilla desconocida y deslumbrante. Y así se sucederían los hechos en la vida posterior.

Finalmente la ciudad fue mía. Era de noche cuando regresé al puente mayor sobre el río oscuro. Divisar la torre entre los árboles sombríos del invierno debilitó mis piernas. En la sensación de estar viviendo dentro de un sueño, la atmósfera extrañada de la noche se mezcló con la ansiedad y los recuerdos. Casi me aferro a mi compañero, hebra lúcida que me condujo de regreso, pero no lo hice.

En los días siguientes, me llevaron de la mano por las calles de la ciudad. Conocí sus espacios de lujo, y sus zonas de lenocinio. Ubiqué el palacio de una señorita que hizo a un príncipe claudicar del trono, el hotel en el que durmió el poeta español obsesionado con la luna, y el otro hotel, más antiguo, en el que se asomó, ya envejecida, una legendaria actriz europea. La casa modesta donde nació un gran pintor declinaba en una callecilla oscura. En su interior mortecino, una anciana cosía en silencio. Un poco más profundo, un barrio mágico vivía acosado por duendes fantásticos que traen la muerte. De mi acompañante supe de los muchos benefactores que hicieron crecer a la ciudad desafiando todo por ella, de la bonanza del antiguo puerto fluvial y de barcos de vapor que viajaban por el río, en el que por momentos, para avanzar, se navegaba en retroceso.

También supe de crisis y de hambres. Admiré la belleza serena de la iglesia principal, alzada en el centro de un parque celebrado por poetas y escritores. Una mano me mostró el cielo estrellado que fue el primero de nuestra poesía, mientras que campanas marcaban las horas en el aire.

Una tarde mi compañero de viaje trató de devolverme la visión deslumbrante. Pero el puente pequeño, en el que aquel mediodía se detuvo la rastra cargada de muchachos tristes, había sido barrido por el río desbordado de un ciclón. Aún buscamos la rivera más próxima al lugar. Allí estaba el mismo panorama, sin grandes transformaciones, preservado para mí. Con la visión, se redibujaron personas recordadas, nombres y hechos vividos desde ese primer día en mi vida y en los años que lo siguieron. Un abrazo ante el paisaje recuperado me confirmó el beneficio de existir. Luego de unos minutos nos alejamos en silencio del lugar. Cuando la noche terminó de caer, nosotros aún sonreíamos.

La vida es dulce y buena todavía.

Fotos: Maykel González Vivero y Lester Vila

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