domingo, 14 de agosto de 2011

Otro homenaje a los muñequitos rusos

Recuerdo que, cuando era niño, sentarme a las seis de la tarde frente al KRIM 218 de mi casa era un rito inviolable. Llegaba de la escuela y me olvidaba de las tareas del día porque por delante, en la pantalla de televisor ruso, tenía una hora de dibujos animados o, lo que es lo mismo, de muñequitos. Aquella era, prácticamente, la única ración de animados que nos tocaba al día y por eso teníamos que aprovecharla.

Vivíamos la época, aún no lejana, en la que la televisión nacional contaba solamente con dos canales, el seis y el dos, y todas sus realizaciones resultaban tan empíricas que tal parecía que en la TV cubana se reinventaba el arte televisivo día tras día. Éramos aliados de los países del campo socialistas y estos, a cambio de toneladas de azúcar y afiliación, nos inundaban- en el buen sentido de la palabra- con una producción variopinta de cualquier cosa: lo mismo nos llegaba una fábrica de conservas, que perfumes, juguetes infantiles, libros, diseños de edificios, botones, muebles, etc. Por supuesto, los dibujos animados para los niños no se quedaron fuera de esta colaboración comercial e ideológica.

Muñequitos rusos fue la forma en que los cubanos acuñamos a toda la producción animada exhibida para los niños en los años del 70 y 80 del siglo XX, procedente de varios países del área socialista, no solamente de la Unión Soviética. Había muñequitos de todos los tipos y para todas edades y parecía no existir un concepto de selección etaria a la hora de armar las cuñas animadas. Allí se mezclaban peliculitas pensadas para niños de preescolar con verdaderas obras del arte de la animación europea, concebidas para todos los públicos y que por su corta duración también eran exhibidas en estos espacios. Muchas de esas películas animadas venían avaladas por premios ganados en festivales internacionales.

Había “muñequitos rusos” de Checoslovaquia, Rumanía, de la Alemania Democrática, dedicados en su mayoría a niños de corta edad. Ahí estaba la serie del conejo de largas orejas de tela cuadriculada, que volaba a la ciudad para resolver entuertos divisados con su catalejo desde la chimenea de su edificio. O Las aventuras de Rosita, una extraterrestre de pelo alborotado que dormía desnuda sobre una nube galáctica, cuyas aventuras en la tierra terminaban, invariablemente, con el regalo de una rosa. Koleko y Mur, los polacos Bolka y Lolka y el perro Reksio siempre estaban metidos en problemas diferentes que no siempre lograban vencer.

De la Unión Soviética era los episodios del cocodrilo Gena y Cheburashka, un tierno animalito de especie indefinible, convertido hasta hoy en uno de los iconos infantiles de más permanencia de Eurasia. También soviéticos, ¡Me las pagarás! o ¡No escaparás! , pero más conocida aquí como ¡Deja que te coja!, fue una serie animada tan conocida en el mundo que hizo rico a su creador. La pareja rusa del lobo y la liebre, otro ícono de esa sociedad, le debía mucho a la tradición de animados americanos de gags, como los cortos de Donald, Pluto o Tribilín de la Disney, o los de Bugs Bunny y el Pato Lucas de la Warner Bros.

Los dibujos animados venidos del campo socialista también hicieron por acá una labor propagandística, de evidente incentivo de conceptos sociales, políticos y morales. Las ideas de lo social triunfando sobre lo individual y de la fuerza que entraña la unión eran constantes en estos materiales. Ejemplo de ello era El rapto de los colores en el que dos tubos de pinturas se disputaban el amor de un tercero, femenino y dulce. Uno de los pretendientes, el villano color negro, raptaba a la doncella, y con sus secuaces ennegrecía a la juguetería en la que vivían todos. Los colores y los juguetes se unían y luego de una agitada batalla lograban vencer al enemigo. Por la causa justa y común, la pareja protagónica se sacrificaba para así colorear el mundo de todos.

Las películas que versionaban leyendas populares o cuentos de hadas estaban entre las mejores. Los niños de esos años tuvieron la oportunidad casi diaria de asistir a versiones fílmicas, de atendibles valores estéticos, de historias de arraigada ascendencia popular. La necesidad de mantener vivos a los auténticos cuentos de hadas, imprescindibles para desarrollar el sentido poético en los niños, tuvo en estos dibujos buenos embajadores. En ellos, la fantasía manaba limpia desde sus ecos ancestrales, lejos del mundo pseudo fabuloso, de fantasía forzada y mal entendida, que persiste en productos de chatura pequeño burguesa como la saga de las Barbies, en los que la fantasía se distorsiona de manera consciente. En las versiones rusas de los cuentos Pulgarcita, La princesa Rana, Plumita de oro, El antílope dorado, los realizadores sortearon el riesgo que entraña el mundo de las hadas, y cuidaron que la historia fuera el eje mismo de las películas, y no la justificación para desarrollar un concepto estético que sustituyera a la belleza por lo “lindo”, el embellecimiento ramplón y engañoso.

En la versión de 27 minutos de La pastora y el deshollinador, desde cierta abstracción, se recreaba un mundo decadentista reconocible, con elementos del teatro de siluetas, con ecos de la comedia del arte, el ballet y el melodrama teatral, a partir de una historia de Andersen sobre el amor, la libertad y la frivolidad. En El maestro de la Malaquita, basado en una leyenda de los Urales, una campesina trataba de recuperar a su novio, un joven alfarero secuestrado por un espíritu femenino que habitaba en el Monte Narodnaya. Los valores de la animación, de los efectos visuales, la música, hicieron de este corto una pequeña joya del cine de dibujos animados.

Muchos de estos muñequitos nos conmovían, eran tristes hasta las lágrimas, y por eso los rechazamos en su momento. Después de crecidos, luego de haber vivido, nos dimos cuenta que, muchas veces, esa tristeza era señal de la vibración emocional que causaban en nuestro subconsciente infantil, la suma de todos los valores artísticos y humanos expuestos en aquellos materiales, valores que quedarían en nosotros como un sedimento vital. La calidad de las animaciones, los evidentes referentes culturales, el uso del color, de los efectos ópticos, fotográficos, dotaban a estos muñequitos de una depurada calidad artística que, de alguna forma, afinó nuestro gusto estético, cinematográfico; las bandas sonoras de estas peliculitas, apoyadas en el abundante y melancólico melodismo de esas tierras, se fijó en la mentes de muchos y lograron que, muchos años después, más de uno sienta una indefinible nostalgia cuando escucha una pieza de Glazunov, Chaicovsky o Jachaturyan.

Aún así, ahora profesamos a los muñequitos rusos una añoranza compleja, un extraño sentimiento debatido entre un amor profundo y un odio infantil, fuerte y directo. Además de sus virtudes, algunos de ellos también eran defectuosos, lentos, rústicos y aburridos, y llegaban a ser realmente insoportables para nosotros. A casi todos los mirábamos con hastío porque, por una pobre labor de programación, nos bombardearon con los mismos filmes durante años, y no tuvimos opción. Pero, por eso, ahora están presentes cuando miramos a nuestra infancia; ahora son parte inseparable de nuestra memoria. Hoy los muñequitos rusos no valen sólo por sí mismos, sino porque con ellos regresan a nosotros todos los recuerdos perdidos, nuestros patios de juegos o las casas donde vivimos; ellos traen los sustos, las alegrías y lágrimas de aquella época; nos regresan de nuevo a nuestros padres, jóvenes y fuertes, como eran por entonces, y a los almuerzos que nos hacían nuestras abuelas. Cuando volvemos a ver un muñequito ruso casi se despierta en nosotros el sentimiento de paz que nos embargaba los sábados por las mañanas, lo más cercano a la felicidad, una emoción que nunca será recuperada.


Realmente, el tiempo ha pasado volando. Los niños cubanos que, en los años 70 y 80, nos sentábamos frente a los televisores para ver los muñequitos rusos hoy tenemos más de 30 años y nos va quedando menos inocencia. Ahora, con las nuevas tecnologías, cualquier cosa parece posible. En un mundo diferente, las películas de animación del antiguo campo socialista se han ido convirtiendo en piezas para coleccionistas de occidente, y han saltado de sus gastados celuloides a los flamantes archivos digitales. Ante esta realidad, muchos hemos corrido a buscar y acopiar todos los viejos dibujos, como si la posesión material de estos recuerdos de papel y color, nos ofreciera la mágica posibilidad de recuperar la infancia que se marchó para siempre.

domingo, 7 de agosto de 2011

Ariel

Lo estoy observando ahora. Aún es alto y delgado, y de cobre claro es su piel. Tiene cara de niño, con ojos tristes y boca de pierrot, dibujada en púrpura por un pincel fino. Los cabellos lacios, oscuros, crecen a salvo, escondidos bajo la gorra verde. Tiene nombre de duende y en su apellido sopla el viento. Posee un lazo tendido hacia las nubes más lentas, y por momentos parece que la sangre circula muy despacio por sus venas. A cada rato le digo que tiene aura de héroe romántico. Suspira. En verdad se siente un Werther, y le gustaría vivir en un Bomarzo opuesto al tiempo. Su halo hace que algunas mujeres caigan rendidas a sus pies. En las noches de sábado, cuando nos dan un pase corto para ir al círculo social del pueblo, desaparece y no sabemos de él hasta la tarde siguiente, cuando viene con una tórrida historia que hacer, y todos le creemos.
Ariel es el ordenanza del jefe de la unidad. Una situación ventajosa, sobre todo porque, cuando atardece y los trabajadores civiles se han marchado a sus casas, queda en su mano la llave del pantry. Recibo por teléfono una llamada suya para que suba rápido a su oficina. Me recibe con un buró servido: panes y galletas, embutidos fritos, leche y mantequilla pueden ser los mejores regalos para un soldado. Mientras meriendo, hablamos de arte y de libros. Está haciendo un gran dibujo en grafito para un concurso. No quiere que sea panfletario y complaciente, de banderas y puños apretados, y las líneas y las sombras le van saliendo expresionistas, salvajes, como las de un Goya en locura. “¿Qué te parece esto?” Me pregunta enseñándome los últimos trazos. Una caravana fantasmal, en jirones, se acerca desde el fondo de la cartulina. Asiento mientras mastico. Aparta con una mano los mechones que caen sobre sus ojos, suspira y sigue su obra. Él no tiene claro a qué se dedicará cuando termine la etapa militar, pero no deja de soñar.

Las tertulias, por la gula a escondidas, han fundado comentarios maliciosos sobre una misteriosa condición que compartimos. Las dudas nos cercan y nos lustran peligrosamente diferentes. Somos de los que nos revelamos ante los límites al cariño. En nuestras largas conversaciones, en cualquier punto de la unidad, nos acomodamos muy cerca, y él descansa su cabeza sobre mis piernas. Yo sé que sus cosas son mías y ese sentido de pertenencia arraiga, da razones, ayuda a continuar. Un día en el comedor de la unidad, cuando le paso mi dulce de toronjas, me mira fijo, con una vibración repentina en sus ojos de ciervo, y me suelta a quemarropa: “Yo creo que tú estas enamorado de mi.” Me molesta el comentario, y la risa que lo concluye. Es sorprendente que él también confunda las cosas. Mi machismo le responde con un golpe y me voy melodramáticamente de la mesa. Por suerte, las personas que me quieren no le hacen caso a mi ira repentina y saben que mi cariño se establece inquebrantable.
Nos conocimos de vista en una rastra que nos llevó juntos al servicio militar. A las pocas semanas de estar preparándonos como soldados, le llamó la atención un libro que guardaba en uno de los bolsillos de mi pantalón. A partir de ese momento no nos separamos más. Supe que Ariel venía de Sagua la Grande y como, desde el día de mi reclutamiento, yo guardaba una imagen hermosa de esa ciudad, hablamos sobre su vida en aquellos paisajes y lugares. Luego fuimos enviados, durante casi dos años, a una unidad tranquila, ubicada en un pueblo que estaba en la ruta fabulosa del Cochero Azul.
Podemos pasar varias horas juntos, aunque no lo hacemos. Tenemos muchas cosas de qué ocuparnos. Pero conversamos siempre que podemos. Él me ayuda a restablecer líneas telefónicas, y yo lo apoyo en alguna de sus labores de oficina. Nos fugamos por los talleres y caminamos por el campo. Y seguimos conversando de cualquier cosa. Esas horas son una tabla de salvación en medio de la hostilidad, son semillas de ideas, afianzan criterios. Después de ellas somos más fuertes, y los meses pasan más rápido.

Me han dado pase junto a otros compañeros de cuartel una semana antes de licenciarme definitivamente de la vida militar. Salimos rápido con las mochilas al hombro porque tenemos que llegar a la carretera central antes del atardecer. En una arboleda, nos tropezamos con Ariel. Sabe que nos vamos cuatro días de licencia. Me mira: “¿Y tú también te vas?” “¡Nos vemos el lunes!” le grito mientras corro hacia el Punto de Control de Pases. Luego viene la aventura de viajar de provincia en provincia, la vorágine y la adrenalina. Pierdo el sentido del tiempo que necesito para llegar a mi casa. Cuando pongo mi cabeza en la almohada me viene la escena de la arboleda y nuestra no despedida. Me acuerdo de su extrañeza y me asalta la duda.
Los días de asueto pasan rápido. Regreso de noche a la unidad. Confirmo que al resto de mi llamado le han dado la baja militar antes de tiempo. Con ellos a Ariel. Me doy cuenta de la preocupación en su última pregunta. No intuí lo que él intuyó. En aquellos días aún no sabía de las coordenadas, de los puntos de reunión que deben de ser establecidos antes de cada viaje para que las cabriolas de la vida no separen sin remedio. Han pasado muchos años y nunca más lo he vuelto a ver. Guardo el boceto de su dibujo de pesadilla, que fue vencido en el concurso por complacientes alegorías de puños y banderas.
Me pregunto qué fue de él, qué hace. En estos tiempos en que es menos posible saber el destino exacto de los que estuvieron, me asalta constantemente la duda por su devenir. Un conocido común me dijo que había regresado a Sagua la Grande y que allí estaba todavía. Hace poco, caminando finalmente por las calles de su ciudad, lo busqué en los rostros que pasaron por mi lado, sin tener idea de cómo los años han labrado sobre él. Confío en que un día, cuando menos yo lo espere, va a aparecer en mi camino y me preguntará, “¿Ya no te acuerdas de mí?”.
A veces sueño con Ariel. Aún es muy joven, y también sueña.

Ilustraciones a partir de fotos de Jon Malinowski