domingo, 31 de julio de 2011

Ángela y Juanita


“¿Qué hora es?” preguntaba mi abuela Ángela a mi tío.
“Las cinco y media”- le sonreía este. “Ahorita llama Juanita” le recordaba y mi abuela sonreía.
“¿Quien soy yo?” indagaba mi tío mirándola con ternura.
Desde su butaca, mi abuela solo lo miraba y parecía complacida. Se ahorraba el esfuerzo de las palabras o no podía responderle.
Mi abuela nos estaba abandonando. Enferma de años, sentada en la sala de su apartamento, veía tranquila pasar las horas que se llevaban pedazo a pedazo su memoria. Apenas hablaba. Vivía en el silencio detenido de las tardes. A veces escuchaba música de una grabadora que habían puesto a su disposición. Cuando yo la visitaba me sentaba junto a ella a oír danzones cantados por Barbarito Diez, canciones de Ernesto Lecuona. Mi corazón se fue… en busca de una ilusión… cantaba María de los Ángeles Santana y uno se sentía envuelto por un tirabuzón de melancolía. Mi abuela me observaba desde su asiento y no me conocía. Solo nos sonreíamos y la melodía no invadía el silencio intransitable que me separaba de ella. Hasta pocos años antes yo había sido uno de sus nietos más queridos. Cuando me fui a estudiar a la universidad me despidió feliz desde su balcón. Cuando regresé, con mi diploma de graduado en la mano, me había olvidado por completo. Y de esa misma forma fue dejando de reconocer a casi todos, como si hubiera decidido ir alejándose poco a poco.
Pero a mi tío Ángel, su hijo menor, nunca lo olvidó. No podía. Mi tío, un hombre renacentista, con una cultura enciclopédica, se había consagrado por entero a su cuidado desde que ella se convirtiera en mujer dependiente. Él dejó su trabajo y olvidó su vida personal. Para ganar tiempo estudió las dolencias, los tratamientos para los males que aquejaban a su mamá. Realmente, mi tío se equipó para enfrentar la gran batalla de su vida. Mi abuela apenas necesitó un médico durante sus años de convalecencia, que fueron muchos. Mi tío Ángel, como mismo pintaba o restauraba un cuadro, hacía una gran comida para toda la familia, o tallaba metales nobles, así mismo dominaba las dosis, las combinaciones correctas de las medicinas exactas que mi abuela precisaba en cada momento, sin importar si eran productos de laboratorio o remedios naturales. Dominó lo necesario de la física y la biología, la botánica y la química, se hizo su médico personal -casi alquimista- su mejor y casi única compañía.
“¿Quién es Juanita?”, le pregunté a mi tío aquella tarde. El rostro de Ángel se iluminó. “Es una amiga que ha hecho mi mamá por teléfono. Llama todas las tardes y conversan muchísimo”. Mi tío preparaba la comida para la anciana con meticulosa seguridad. “Eso le está haciendo mucho bien- apuntó - porque ahora tiene un incentivo. Espera todo el día, y se anima cuando se acerca la hora de la llamada de Juanita; luego conversa con ella un buen rato”. Mi tío volvió a sonreír. “Ella está mucho mejor desde que tiene una amiga”.
Ángel le llevó una taza de café a mi abuela. La cafeína equilibra la presión, estimula determinados procesos mentales. “Oye, bruja,- le gritó para motivarla - cuéntale a Lester de Juanita”.
Mi abuela sonrío “Es una amiga… que todos los días me llama y conversamos…”.
“¿Pero se conocen desde hace años?”, volví a preguntar. Mi tío aclaró “Se conocen desde un día en que Juanita llamó equivocada pero, como es una vieja muy parlanchina, ahí mismo se pusieron a conversar. Y ahora son muy amigas. Juanita también está enferma y está sola. Y, bueno…las dos se hacen compañía.”
Minutos después, Ángel me pidió que subiera a recoger unas sábanas que había tendido para secar en la azotea del edificio. Arriba había mucho viento. El cielo, más cercano a la noche, había tomado un raro color. En su extraño vuelo, las sábanas blancas me envolvieron como pétalos ásperos de una flor extraña, con olor a sol ya perdido. Se acercaba una tempestad y mi abuela estaba inquieta. Cuando era niña y vivía en el campo, vio a su casa desprenderse del suelo, destrozada por el viento de un ciclón, mientras que toda su familia huía despavorida hacia un mejor refugio. Nunca se había recuperado de ese trauma y cada vez que se anunciaba alguna tormenta se ponía muy nerviosa. Ese día estaba un poco inquieta, pero cuando bajé de la azotea la encontré muy animada conversando por teléfono. Era evidente que hablaba con Juanita.
Dejé caer las sábanas sobre el sofá de la sala. Mientras las doblaba una a una, escuché parte de la conversación. Mi abuela le contaba a su amiga la historia de la casa de su infancia, barrida por una ventolera de pesadilla. Estaba animada, encendida por una llama que no le veía desde hacía años. El tiempo giraba en retroceso, y mi abuela había regresado a ser la mujer que ya no era. Y pensé que, solo por eso, la pobre Juanita, la postrada y parlanchina, merecía una alabanza.
Entré rápido en la casa en busca de la complicidad de mi tío Ángel. Lo encontré sentado en el borde de una cama, en el cuarto del fondo. Hablaba por la extensión telefónica. Con la voz en sordina, con metal marchito y femenino, le aclaraba a mi abuela que el ciclón ya se estaba alejando, que no pasaría por nuestra ciudad, y que por ahora estábamos todos a salvo. La máscara definió sus contornos ante mí. La imagen posible de Juanita se deshizo, y en su lugar quedó mi tío el transmutado, ilusionista de artificios, que me hizo caer también en la fantasía. Ángel bordó alrededor de su madre un encantamiento que mi abuela nunca descubriría. Hizo que su sangre corriera más rápido, que el oxígeno llenara con más fuerza su cerebro destruido; la engañó dulcemente para alegrarle los últimos días y retenerla por más tiempo. Las posibilidades de salvar lo que amamos son infinitas. Y por mi abuela mi tío Ángel siempre luchó con todas sus armas.