Es una mañana de noviembre y tengo que marchar. M. se levanta de la cama y camina por la casa. Cada mañana, sale del sueño envuelto en silencios. M. lleva una crisálida y calla. Hoy se sienta a la mesa y abre su ordenador. Selecciona música. Reclina la cabeza sobre su brazo y queda tranquilo. Parece que duerme. Lo observo desde el cuarto oscuro. Sé que se aleja otra vez. Va desnudo, sentado en su vieja silla de madera. Solo el adagio de Bruckner se abre entre nosotros. Las cuerdas son eco de una vida que intentamos desentrañar. Mientras, un rey triste se sumerge en un lago sombrío.
Una vez soñé que caminábamos por un viejo jardín. Entre nosotros, por el camino, se extendía antiguos escaramujos; en ellos habían tejido sus hilos las arañas. M. sabe que, a pesar del seto, vamos. Veo sus ojos entre las hojas oscuras, de las rosas sin pétalos, y cubiertas de hilos de plata. Sus ojos me dan paz. Los ojos de M. guardan un misterio insondable, como si ya hubieran contemplado el secreto de la vida, el final de los caminos.
El final. Mi cámara atrapa a M. en su ausencia y me marcho. La ciudad se hace pequeña, y yo lo echo de menos. Desde lejos, M. me hace señas, para que no olvide, para que lo siga. El adagio se deshace. Noviembre comienza apenas.