
Una vez soñé que caminábamos por un viejo jardín. Entre nosotros, por el camino, se extendía antiguos escaramujos; en ellos habían tejido sus hilos las arañas. M. sabe que, a pesar del seto, vamos. Veo sus ojos entre las hojas oscuras, de las rosas sin pétalos, y cubiertas de hilos de plata. Sus ojos me dan paz. Los ojos de M. guardan un misterio insondable, como si ya hubieran contemplado el secreto de la vida, el final de los caminos.
El final. Mi cámara atrapa a M. en su ausencia y me marcho. La ciudad se hace pequeña, y yo lo echo de menos. Desde lejos, M. me hace señas, para que no olvide, para que lo siga. El adagio se deshace. Noviembre comienza apenas.