domingo, 1 de julio de 2012
Amor contra el miedo
Cuando le comenté a un amigo que quería escribir unas líneas sobre el sentimiento amoroso, y acompañarlas con algunas fotos tomadas el 14 de febrero, me miró con ojos torcidos y me preguntó “¿No tienes algo más importante de que escribir?”. Juro que la pregunta me noqueó. Quizás este espíritu mío, un poco romántico tardío, un poco decadentista, un tanto comemierda, me había llevado por el camino dulzón del sentimentalismo. Pero, luego de pensarlo un poco, miré a mi amigo y le pregunté convencido “¿Es que puede haber tema más importante?”. Hizo una mueca.
No voy a repetir que el amor está en el aire. Eso lo está diciendo una canción desde hace décadas. Todos lo conocen bien. Miles de telenovelas y películas se han hecho sobre las aventuras del amor. Más que una balada ligera, el amor verdadero es denso y atribulado como un adagio ultra romántico. El amor es una sinfonía. Más que una buena emoción, es el filtro de todo. Justifica la vida, y sólo vale en su pureza.
El amor es la negación de la muerte, aunque a veces sintamos que nuestra vida peligra de tanto amar. Porque quien ama también está en el borde. No hay peor dolor moral que el desengaño amoroso. Por el amor se pude comenzar una guerra o, simplemente, puede un hombre dispararse un tiro en la sien. Cuando se pierde un amor verdadero vienen días oscuros porque algo que se creía eterno se destroza irremediablemente por adentro. Y se comienza a amar entonces la ausencia que se sienta a nuestro lado, la permanencia invisible de lo amado. Por eso el amor mece y atemoriza, y es una toxina. Quizás a eso le teme mi amigo.
Hay personas que se definen como frutos secos para el amor. Tienen puesto un sello a voluntad, y se atrincheran ante lo que no sea la compulsión del sexo. Confiesan que tienen miedo a sufrir, y que las penas amorosas duelen demasiado. Huyen del amor y entran en los predios de la soledad. Al final vagan ávidos, inmunes pero infelices, y no hay cuerpo que pueda satisfacerlos completamente.
Nunca bastará huir. Desde niños crecimos en la necesidad de ser queridos, y de querer. De adolescentes se vive el sueño de encontrar esa persona bonita que llenará la vida de risas, de besos y baladas románticas. De adultos demoramos en la búsqueda del compañero adecuado, la persona que nos divierta, pero que también nos acompañe en la adversidad o, simplemente, en la ligera tristeza de cada día. Necesitamos a alguien nuestro que, cuando la vida se nuble, nos tienda una mano firme y nos grite “¡Vamos!” y la luz se despeje. Cada día nos importará menos la belleza de esa persona. Si es la adecuada no habrá fealdades ni mayores defectos que nos puedan detener a la hora de la entrega.
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