viernes, 5 de julio de 2013
Viaje a Cojímar
El pueblo de Cojímar es terreno en tránsito. La villa de pescadores, al este de La Habana, tiene la apariencia de un sitio inacabado; es uno de esos lugares que van desapareciendo a medida que se construyen, como el dibujo que, con una vara, nos empeñamos en trazar en la arena, en la orilla indiferente del mar.
En sus inicios el lugar fue poblado por indios y negros libres, dedicados a la pesca. La desembocadura de un río en el mar, quizás, fue la razón del asentamiento temprano. En aruaco, Cojímar significa “entrada de agua en tierra fértil”, y esa visión de los primeros pobladores de la zona no deja de ser hermosa: el agua del océano penetrando tierra adentro, silenciosa y ondulante, como si el elemento fuera llevado por una inteligencia de sierpe.
Es difícil que un pueblo como este posea una fecha de fundación. Muchos la fijan el 15 de julio de 1649, día en que fue inaugurado el torreón español que define el paisaje del pueblo. Fue construido, como parte de un sistema de fortalezas que intentaban proteger a La Habana y sus alrededores de los ataques de piratas y corsarios.
En 1762, los habitantes del poblado demostraron su arrojo cuando ofrecieron resistencia a las tropas inglesas que, con intención de apropiarse de La Habana, querían desembarcar en las costas de Cojímar para tomar la cercana Loma de la Cabaña, el sitio estratégico desde el que vencerían a las fuerzas españolas. Los habitantes del pueblito les hicieron frente a los enemigos de la corona española, y lograron que estos no pudieran desembarcar en su playa de arenas grises. Los ingleses se vieron obligados a tocar tierra por otro punto del litoral. Aún tuvieron que enfrentarse directamente a la resistencia de los soldados y de los pobladores del lugar. En la contienda fue destruido el castillo de Cojímar. Tiempo después, negociada La Habana y marchado los ingleses de la isla, la edificación militar fue recompuesta de la manera que ha llegado hasta hoy.
En 1838, el pintor francés Frédéric Mialhe, llegó a Cojímar con su libro en blanco y su lápiz. Su empeño era dejar grabado en tinta las maravillas naturales y urbanas de la isla caribeña. Su colección de láminas es una mirada romántica a paisajes que aquí se le antojaron exóticos, a ciudades que lo encantaron. Y, en el álbum Isla de Cuba pintoresca de Mialhe, Cojímar sobresale en su sencillez. El artista dibujó la vista desde la desembocadura del río. En el grabado hermoso, el pueblo es aún un caserío discreto, de edificaciones de madera y guano, desperdigadas alrededor del torreón histórico. Entre la costa agreste y la línea del horizonte, navegan los veleros y se aleja un vapor con velas, dejando su huella de humo en el espacio. Las matas de coco son mecidas por la brisa marina y el lugar se adivina apacible.
Este ambiente ideal convirtió al pobladito en lugar concurrido. Cuando en el siglo XIX los médicos validaron el aire y las aguas del mar como buenas terapias para la salud, los habitantes de las cercanas ciudades de La Habana y Guanabacoa, giraron sus cabezas hacia el vecindario costero. Ciertamente, el aire de las urbes se iba haciendo cargado y un lugar como Cojímar significaba un remanso para el sosiego y la contemplación. Familias de aristócratas, los mismísimos capitanes generales, tuvieron en Cojímar su perfecto espacio de reposo. La fama del lugar atrajo pronto a vacacionistas de otras partes del mundo. Venían llamados por la merced de las aguas medicinales.
El pueblo comenzó a crecer. Como en el Lido de Venecia, fueron construidos hoteles y casas de veraneo para el solaz de las clases acaudaladas. En 1864, fueron inaugurados en su playa los primeros baños públicos de Cuba. Las familias pudientes alquilaban casetas de madera y se pasaban horas frente al mar, respirando el aire limpio del golfo. Las damas conversaban o leían sentadas bajo sus sombrillas, cubiertas de velos claros que protegían sus pieles del aire y del sol. Mientras, los niños jugaban en la arena, un juguete recién descubierto que ofrecía innumerables posibilidades. Alguna bañista, buscando el beneficio de las aguas, entraba con cuidado en el mar, vestida con su traje de baño, largo y oscuro, adornado de cintas grises que revoloteaban al viento.
También los pobres disfrutaron en Cojímar, pero en una zona alejada de los poderosos. Ellos no tenían derecho a la arena, y su playa era de arrecifes.
Este fue, de seguro, el panorama que vio y vivió José Martí. Se cree posible que entre 1878 y el verano de 1879, el héroe cubano haya estado recuperándose de una afección pulmonar y otras dolencias en una casa de veraneo de la localidad. Hoy se debate la posibilidad real de que sea ese Cojímar de fin de siglo el paisaje evocado por el poeta cuando escribió Los zapaticos de rosa. Si esto fuera cierto, el pueblo sería uno de los escenarios poéticos más importantes de la literatura cubana.
Sin ser afectado por las guerras independentistas, Cojímar siguió creciendo como lugar exclusivo. Ya en el siglo XX, ostentaba casa de huéspedes, barrios residenciales, clubes para la práctica de deportes náuticos. Cerca del centro urbano se extendía la Quinta Boada, con su jardín sembrado con plantas exóticas, adornado con elementos del Art Nouveau, y su palacete ecléctico, una de las casas más lujosas de La Habana. En 1907, fue construido sobre la loma el pomposo hotel Campoamor. Llamado “la taza de oro de la costa Norte”, el inmueble se convirtió en lugar preferido de los recién casados. Pero, apenas 10 años después, el hotel ya no existía pues el edificio había sido convertido en un preventorio antituberculoso para niños de la beneficencia.
En 1945, el pueblo estuvo al centro de la atención mediática cuando seis pescadores de la localidad pescaron cerca de sus costas un inmenso tiburón blanco, el más grande del que se haya tenido noticias. Sus dimensiones de 6, 4 metros de largo y su peso de 3.2 toneladas, hizo que el periódico francés Le Monde lo llamara “El monstruo de Cojímar”, e inspiraron, décadas después, a Steven Spielberg para la recreación del escualo amenazante de su película Tiburón. Alguien que también pudo sentirse atraído por la asombrosa pesca fue el escritor –y aventurero– americano Ernest Hemingway.
Hemingway encontró en Cojímar uno de sus lugares preferidos. Durante sus largas estancias en Cuba, gustaba viajar hacia el poblado para dar paseos en yate, pescar. Solía ser visto en el bar La Terraza, con su aspecto desaliñado de hombre que estaba más allá de cualquier tipo de ataduras y convenciones.
En 1952, cuando publicó El viejo y el mar rindió un homenaje a la sensibilidad de los hombres humildes. Inspirada por los ambientes y personajes que Hemingway conoció en Cojímar, la novela habla de un viejo pescador que sale al mar para buscar la gloria perdida, y regresa luego, con el esqueleto de su sueño, victorioso. El pueblo de Cojímar dedicó un espacio para rendirle tributo al autor que lo ubicara en la literatura universal. Por el interés de los pescadores del pueblo, hoy Hemingway permanece sonriente y observa el mar en el busto que en su homenaje fue realizado por el escultor Boada.
La apertura del Túnel de La Habana, la construcción de la Vía Monumental y la Vía Blanca, y el alzamiento del Puente de Bacunayagua, no solo abrieron el fácil acceso a las playas del este, más extensas y menos agresivas, sino que acercaron a La Habana el espléndido balneario de Varadero. Los días de boato de Cojímar terminaron. El pueblo se eclipsó sin el tropel de turistas y perdió en buena medida lo que fue su razón de ser durante décadas.
Hoy Cojímar es un lugar tranquilo. Como la Cenicienta después del baile, el encanto acabó y apenas quedan huellas de la gloria pasada. Incluso muchos de sus actuales habitantes desconocen que el pueblito que se desmorona ante el mar fue una vez una ribera con posibilidades de exclusividad, al que llegaban los ricos desde todas las partes del mundo. Ya el pueblo no es aquel e, incluso, parece que nunca lo fue. De los tiempos de esplendor solo queda un montón de ruinas. Cojímar ha vuelto a ser un lugar silencioso y discreto. El sitio no grita por su pasado, sino que calla resignado de su suerte. Pero sus pobladores no se estancan en la añoranza. Simplemente, gozan del privilegio del mar.
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