El hombre siempre envidió a las aves. Sintiéndose el ser más perfecto de la naturaleza, nunca se ha explicado cómo, si fue dotado con el misterio del cerebro, le fue negado a cambio el simple privilegio de las alas. Esa añoranza de vuelo, ese deseo frustrado, lo hizo extrañar la vida aérea, un viaje atravesando nubes, una caída en picada sobre el océano y luego remontarse a ras de la espuma. Y como allí donde falta lo necesitado entra a actuar la imaginación, el hombre mismo completó su naturaleza y se reinventó. Una serie de criaturas con alas poblaron el mundo y el hombre de alguna manera, incógnita de la sublimación, se sintió un poco más reconfortado.
Los hombres y mujeres alados están por todas partes. Y no hablo sólo de esa presencia divina dedicada a nuestro cuidado, ese ángel de la estampilla que vela porque los niños no caigan al río. Pienso en esas representaciones en el arte, que llenan salones y ciudades. No solo están en los templos, hechos de óleo o madera, sino que adornan murales urbanos, custodian puertas de edificios, aletean en las cimas de las torres y nos observan posados en los aleros de algunas construcciones. ¿Quién no ha visto los tres ángeles alegóricos que desafían la gravedad desde las torres del Gran Teatro de La Habana? Junto al Capitolio, marcan un límite en la fisonomía de la ciudad. Cuando se reconocen su alas lejanas, se sabe que a partir de ahí La Habana se hace más antigua y bella.
Los hay de todo tipo: dulces y severos, con rostros de paz o de celadores de las leyes. En las puertas de la iglesia parroquial de Sagua la Grande unos angelotes sonríen con misterio, como niños socarrones que esconden una pillería, o ─y esta suposición es más divina─ como si lo supieran todo y sólo esperaran la confirmación de nuestro destino.
También aladas son esas damas alegóricas que centran algunos conjuntos escultóricos conmemorativos en representación de la victoria, la gloria, la patria. En La Habana, Maceo y Máximo Gómez son recordados bajo el auspicio de las alas. Van en sus monturas, antecedidos por dos criaturas femeninas que, con el gesto digno de quien se inmola por la justicia, son el puntal guía de la muchedumbre convulsa que representa la lucha independentista.
No hay mejor sitio para buscar ángeles que en los cementerios. Por todos
lados custodian el descanso. Abunda el átropos, ese ángel reproducido
en cientos que ha silenciado su trompeta y, con los brazos cruzados,
espera. Algunos ascienden y otros ya se posan sobre los sepulcros.
Algunos se abrazan lamentosos, miran el paso de las nubes, y otros se
llevan sus índices a los labios, piden silencio. Hay ángeles que
escuchan nuestro mensaje, y otros que se adormecen junto a una fiera.
Bajo el sol y la lluvia, los va cubriendo el musgo y permanecen
tutelando la quietud del lugar. Hay algunos que pierden sus alas, pero
no extravían su espíritu celeste. En ellos el escultor puso las ideas
más altas e incorruptibles. Son la visión más perfecta de lo que somos.
En el cementerio de La Habana, el ángel más descollante es aquel que se eleva enorme sobre el mundo llevando en brazos el cuerpo sin vida de un bombero. Un ángel que carga a un héroe puede ser visto desde puntos alejados de la ciudad.
En el camposanto habanero existe otro ángel peculiar. Haciendo gala de su androginia el ser alado expone una carnalidad tentadora. Custodia una puerta y en su gesto exige una gratificación para dejar libre el traspaso al otro mundo. Su pecho de varón se transparenta en su túnica, pero las caderas son redondas como las de una hembra. La suavidad de sus brazos extendidos y la línea sinuosa de su cuerpo, hacen pensar en un doncel que baila en el silencio, sabedor de la atracción que desata en todo aquel que se acerca.
El hombre siempre tuvo envidia de las aves. Un día se reinventó con alas ─se añoró perfecto─, y siguió soñando con la libertad y el aire.
domingo, 7 de octubre de 2012
domingo, 1 de julio de 2012
Amor contra el miedo
Cuando le comenté a un amigo que quería escribir unas líneas sobre el sentimiento amoroso, y acompañarlas con algunas fotos tomadas el 14 de febrero, me miró con ojos torcidos y me preguntó “¿No tienes algo más importante de que escribir?”. Juro que la pregunta me noqueó. Quizás este espíritu mío, un poco romántico tardío, un poco decadentista, un tanto comemierda, me había llevado por el camino dulzón del sentimentalismo. Pero, luego de pensarlo un poco, miré a mi amigo y le pregunté convencido “¿Es que puede haber tema más importante?”. Hizo una mueca.
No voy a repetir que el amor está en el aire. Eso lo está diciendo una canción desde hace décadas. Todos lo conocen bien. Miles de telenovelas y películas se han hecho sobre las aventuras del amor. Más que una balada ligera, el amor verdadero es denso y atribulado como un adagio ultra romántico. El amor es una sinfonía. Más que una buena emoción, es el filtro de todo. Justifica la vida, y sólo vale en su pureza.
El amor es la negación de la muerte, aunque a veces sintamos que nuestra vida peligra de tanto amar. Porque quien ama también está en el borde. No hay peor dolor moral que el desengaño amoroso. Por el amor se pude comenzar una guerra o, simplemente, puede un hombre dispararse un tiro en la sien. Cuando se pierde un amor verdadero vienen días oscuros porque algo que se creía eterno se destroza irremediablemente por adentro. Y se comienza a amar entonces la ausencia que se sienta a nuestro lado, la permanencia invisible de lo amado. Por eso el amor mece y atemoriza, y es una toxina. Quizás a eso le teme mi amigo.
Hay personas que se definen como frutos secos para el amor. Tienen puesto un sello a voluntad, y se atrincheran ante lo que no sea la compulsión del sexo. Confiesan que tienen miedo a sufrir, y que las penas amorosas duelen demasiado. Huyen del amor y entran en los predios de la soledad. Al final vagan ávidos, inmunes pero infelices, y no hay cuerpo que pueda satisfacerlos completamente.
Nunca bastará huir. Desde niños crecimos en la necesidad de ser queridos, y de querer. De adolescentes se vive el sueño de encontrar esa persona bonita que llenará la vida de risas, de besos y baladas románticas. De adultos demoramos en la búsqueda del compañero adecuado, la persona que nos divierta, pero que también nos acompañe en la adversidad o, simplemente, en la ligera tristeza de cada día. Necesitamos a alguien nuestro que, cuando la vida se nuble, nos tienda una mano firme y nos grite “¡Vamos!” y la luz se despeje. Cada día nos importará menos la belleza de esa persona. Si es la adecuada no habrá fealdades ni mayores defectos que nos puedan detener a la hora de la entrega.
lunes, 28 de noviembre de 2011
Final de noviembre

Una vez soñé que caminábamos por un viejo jardín. Entre nosotros, por el camino, se extendía antiguos escaramujos; en ellos habían tejido sus hilos las arañas. M. sabe que, a pesar del seto, vamos. Veo sus ojos entre las hojas oscuras, de las rosas sin pétalos, y cubiertas de hilos de plata. Sus ojos me dan paz. Los ojos de M. guardan un misterio insondable, como si ya hubieran contemplado el secreto de la vida, el final de los caminos.
El final. Mi cámara atrapa a M. en su ausencia y me marcho. La ciudad se hace pequeña, y yo lo echo de menos. Desde lejos, M. me hace señas, para que no olvide, para que lo siga. El adagio se deshace. Noviembre comienza apenas.
domingo, 14 de agosto de 2011
Otro homenaje a los muñequitos rusos

Vivíamos la época, aún no lejana, en la que la televisión nacional contaba solamente con dos canales, el seis y el dos, y todas sus realizaciones resultaban tan empíricas que tal parecía que en la TV cubana se reinventaba el arte televisivo día tras día. Éramos aliados de los países del campo socialistas y estos, a cambio de toneladas de azúcar y afiliación, nos inundaban- en el buen sentido de la palabra- con una producción variopinta de cualquier cosa: lo mismo nos llegaba una fábrica de conservas, que perfumes, juguetes infantiles, libros, diseños de edificios, botones, muebles, etc. Por supuesto, los dibujos animados para los niños no se quedaron fuera de esta colaboración comercial e ideológica.







Aún así, ahora profesamos a los muñequitos rusos una añoranza compleja, un extraño sentimiento debatido entre un amor profundo y un odio infantil, fuerte y directo. Además de sus virtudes, algunos de ellos también eran defectuosos, lentos, rústicos y aburridos, y llegaban a ser realmente insoportables para nosotros. A casi todos los mirábamos con hastío porque, por una pobre labor de programación, nos bombardearon con los mismos filmes durante años, y no tuvimos opción. Pero, por eso, ahora están presentes cuando miramos a nuestra infancia; ahora son parte inseparable de nuestra memoria. Hoy los muñequitos rusos no valen sólo por sí mismos, sino porque con ellos regresan a nosotros todos los recuerdos perdidos, nuestros patios de juegos o las casas donde vivimos; ellos traen los sustos, las alegrías y lágrimas de aquella época; nos regresan de nuevo a nuestros padres, jóvenes y fuertes, como eran por entonces, y a los almuerzos que nos hacían nuestras abuelas. Cuando volvemos a ver un muñequito ruso casi se despierta en nosotros el sentimiento de paz que nos embargaba los sábados por las mañanas, lo más cercano a la felicidad, una emoción que nunca será recuperada.

Realmente, el tiempo ha pasado volando. Los niños cubanos que, en los años 70 y 80, nos sentábamos frente a los televisores para ver los muñequitos rusos hoy tenemos más de 30 años y nos va quedando menos inocencia. Ahora, con las nuevas tecnologías, cualquier cosa parece posible. En un mundo diferente, las películas de animación del antiguo campo socialista se han ido convirtiendo en piezas para coleccionistas de occidente, y han saltado de sus gastados celuloides a los flamantes archivos digitales. Ante esta realidad, muchos hemos corrido a buscar y acopiar todos los viejos dibujos, como si la posesión material de estos recuerdos de papel y color, nos ofreciera la mágica posibilidad de recuperar la infancia que se marchó para siempre.
domingo, 7 de agosto de 2011
Ariel

Ariel es el ordenanza del jefe de la unidad. Una situación ventajosa, sobre todo porque, cuando atardece y los trabajadores civiles se han marchado a sus casas, queda en su mano la llave del pantry. Recibo por teléfono una llamada suya para que suba rápido a su oficina. Me recibe con un buró servido: panes y galletas, embutidos fritos, leche y mantequilla pueden ser los mejores regalos para un soldado. Mientras meriendo, hablamos de arte y de libros. Está haciendo un gran dibujo en grafito para un concurso. No quiere que sea panfletario y complaciente, de banderas y puños apretados, y las líneas y las sombras le van saliendo expresionistas, salvajes, como las de un Goya en locura. “¿Qué te parece esto?” Me pregunta enseñándome los últimos trazos. Una caravana fantasmal, en jirones, se acerca desde el fondo de la cartulina. Asiento mientras mastico. Aparta con una mano los mechones que caen sobre sus ojos, suspira y sigue su obra. Él no tiene claro a qué se dedicará cuando termine la etapa militar, pero no deja de soñar.

Nos conocimos de vista en una rastra que nos llevó juntos al servicio militar. A las pocas semanas de estar preparándonos como soldados, le llamó la atención un libro que guardaba en uno de los bolsillos de mi pantalón. A partir de ese momento no nos separamos más. Supe que Ariel venía de Sagua la Grande y como, desde el día de mi reclutamiento, yo guardaba una imagen hermosa de esa ciudad, hablamos sobre su vida en aquellos paisajes y lugares. Luego fuimos enviados, durante casi dos años, a una unidad tranquila, ubicada en un pueblo que estaba en la ruta fabulosa del Cochero Azul.
Podemos pasar varias horas juntos, aunque no lo hacemos. Tenemos muchas cosas de qué ocuparnos. Pero conversamos siempre que podemos. Él me ayuda a restablecer líneas telefónicas, y yo lo apoyo en alguna de sus labores de oficina. Nos fugamos por los talleres y caminamos por el campo. Y seguimos conversando de cualquier cosa. Esas horas son una tabla de salvación en medio de la hostilidad, son semillas de ideas, afianzan criterios. Después de ellas somos más fuertes, y los meses pasan más rápido.

Los días de asueto pasan rápido. Regreso de noche a la unidad. Confirmo que al resto de mi llamado le han dado la baja militar antes de tiempo. Con ellos a Ariel. Me doy cuenta de la preocupación en su última pregunta. No intuí lo que él intuyó. En aquellos días aún no sabía de las coordenadas, de los puntos de reunión que deben de ser establecidos antes de cada viaje para que las cabriolas de la vida no separen sin remedio. Han pasado muchos años y nunca más lo he vuelto a ver. Guardo el boceto de su dibujo de pesadilla, que fue vencido en el concurso por complacientes alegorías de puños y banderas.
Me pregunto qué fue de él, qué hace. En estos tiempos en que es menos posible saber el destino exacto de los que estuvieron, me asalta constantemente la duda por su devenir. Un conocido común me dijo que había regresado a Sagua la Grande y que allí estaba todavía. Hace poco, caminando finalmente por las calles de su ciudad, lo busqué en los rostros que pasaron por mi lado, sin tener idea de cómo los años han labrado sobre él. Confío en que un día, cuando menos yo lo espere, va a aparecer en mi camino y me preguntará, “¿Ya no te acuerdas de mí?”.
A veces sueño con Ariel. Aún es muy joven, y también sueña.
Ilustraciones a partir de fotos de Jon Malinowski
domingo, 31 de julio de 2011
Ángela y Juanita
“¿Qué hora es?” preguntaba mi abuela Ángela a mi tío.
“Las cinco y media”- le sonreía este. “Ahorita llama Juanita” le recordaba y mi abuela sonreía.
“¿Quien soy yo?” indagaba mi tío mirándola con ternura.
Desde su butaca, mi abuela solo lo miraba y parecía complacida. Se ahorraba el esfuerzo de las palabras o no podía responderle.
Mi abuela nos estaba abandonando. Enferma de años, sentada en la sala de su apartamento, veía tranquila pasar las horas que se llevaban pedazo a pedazo su memoria. Apenas hablaba. Vivía en el silencio detenido de las tardes. A veces escuchaba música de una grabadora que habían puesto a su disposición. Cuando yo la visitaba me sentaba junto a ella a oír danzones cantados por Barbarito Diez, canciones de Ernesto Lecuona. Mi corazón se fue… en busca de una ilusión… cantaba María de los Ángeles Santana y uno se sentía envuelto por un tirabuzón de melancolía. Mi abuela me observaba desde su asiento y no me conocía. Solo nos sonreíamos y la melodía no invadía el silencio intransitable que me separaba de ella. Hasta pocos años antes yo había sido uno de sus nietos más queridos. Cuando me fui a estudiar a la universidad me despidió feliz desde su balcón. Cuando regresé, con mi diploma de graduado en la mano, me había olvidado por completo. Y de esa misma forma fue dejando de reconocer a casi todos, como si hubiera decidido ir alejándose poco a poco.
Pero a mi tío Ángel, su hijo menor, nunca lo olvidó. No podía. Mi tío, un hombre renacentista, con una cultura enciclopédica, se había consagrado por entero a su cuidado desde que ella se convirtiera en mujer dependiente. Él dejó su trabajo y olvidó su vida personal. Para ganar tiempo estudió las dolencias, los tratamientos para los males que aquejaban a su mamá. Realmente, mi tío se equipó para enfrentar la gran batalla de su vida. Mi abuela apenas necesitó un médico durante sus años de convalecencia, que fueron muchos. Mi tío Ángel, como mismo pintaba o restauraba un cuadro, hacía una gran comida para toda la familia, o tallaba metales nobles, así mismo dominaba las dosis, las combinaciones correctas de las medicinas exactas que mi abuela precisaba en cada momento, sin importar si eran productos de laboratorio o remedios naturales. Dominó lo necesario de la física y la biología, la botánica y la química, se hizo su médico personal -casi alquimista- su mejor y casi única compañía.
“¿Quién es Juanita?”, le pregunté a mi tío aquella tarde. El rostro de Ángel se iluminó. “Es una amiga que ha hecho mi mamá por teléfono. Llama todas las tardes y conversan muchísimo”. Mi tío preparaba la comida para la anciana con meticulosa seguridad. “Eso le está haciendo mucho bien- apuntó - porque ahora tiene un incentivo. Espera todo el día, y se anima cuando se acerca la hora de la llamada de Juanita; luego conversa con ella un buen rato”. Mi tío volvió a sonreír. “Ella está mucho mejor desde que tiene una amiga”.
Ángel le llevó una taza de café a mi abuela. La cafeína equilibra la presión, estimula determinados procesos mentales. “Oye, bruja,- le gritó para motivarla - cuéntale a Lester de Juanita”.
Mi abuela sonrío “Es una amiga… que todos los días me llama y conversamos…”.
“¿Pero se conocen desde hace años?”, volví a preguntar. Mi tío aclaró “Se conocen desde un día en que Juanita llamó equivocada pero, como es una vieja muy parlanchina, ahí mismo se pusieron a conversar. Y ahora son muy amigas. Juanita también está enferma y está sola. Y, bueno…las dos se hacen compañía.”
Minutos después, Ángel me pidió que subiera a recoger unas sábanas que había tendido para secar en la azotea del edificio. Arriba había mucho viento. El cielo, más cercano a la noche, había tomado un raro color. En su extraño vuelo, las sábanas blancas me envolvieron como pétalos ásperos de una flor extraña, con olor a sol ya perdido. Se acercaba una tempestad y mi abuela estaba inquieta. Cuando era niña y vivía en el campo, vio a su casa desprenderse del suelo, destrozada por el viento de un ciclón, mientras que toda su familia huía despavorida hacia un mejor refugio. Nunca se había recuperado de ese trauma y cada vez que se anunciaba alguna tormenta se ponía muy nerviosa. Ese día estaba un poco inquieta, pero cuando bajé de la azotea la encontré muy animada conversando por teléfono. Era evidente que hablaba con Juanita.
Dejé caer las sábanas sobre el sofá de la sala. Mientras las doblaba una a una, escuché parte de la conversación. Mi abuela le contaba a su amiga la historia de la casa de su infancia, barrida por una ventolera de pesadilla. Estaba animada, encendida por una llama que no le veía desde hacía años. El tiempo giraba en retroceso, y mi abuela había regresado a ser la mujer que ya no era. Y pensé que, solo por eso, la pobre Juanita, la postrada y parlanchina, merecía una alabanza.
Entré rápido en la casa en busca de la complicidad de mi tío Ángel. Lo encontré sentado en el borde de una cama, en el cuarto del fondo. Hablaba por la extensión telefónica. Con la voz en sordina, con metal marchito y femenino, le aclaraba a mi abuela que el ciclón ya se estaba alejando, que no pasaría por nuestra ciudad, y que por ahora estábamos todos a salvo. La máscara definió sus contornos ante mí. La imagen posible de Juanita se deshizo, y en su lugar quedó mi tío el transmutado, ilusionista de artificios, que me hizo caer también en la fantasía. Ángel bordó alrededor de su madre un encantamiento que mi abuela nunca descubriría. Hizo que su sangre corriera más rápido, que el oxígeno llenara con más fuerza su cerebro destruido; la engañó dulcemente para alegrarle los últimos días y retenerla por más tiempo. Las posibilidades de salvar lo que amamos son infinitas. Y por mi abuela mi tío Ángel siempre luchó con todas sus armas.
domingo, 10 de abril de 2011
Sobre la pasión

El primer recuerdo que tengo del ímpetu irresistible de la pasión se remonta a una mañana de mi infancia. Paseaba con mis padres por uno de los grandes parques de La Habana cuando ellos quisieron entrar a una galería de arte donde se exhibía una exposición de cerámicas contemporáneas. Como me aburrían aquellas piezas de alfarería amorfas, de colores pálidos y desconocidos, escapé de la mano de mi madre y logré bajar de regreso al parque en busca de unos caballos enanos que había visto pastando a la entrada de la galería. Pero los caballos ya no estaban. Tratando de localizarlos, rodee el pequeño edificio pero no los hallé. Solo encontré, en la parte trasera de la galería, un valle soleado y solitario, lleno de mujeres de piedra.
Todas eran una. Afrodita, la diosa del amor de los antiguos griegos, revestida luego por la cultura romana como Venus, se manifestaba ante mí, multiplicada en sus más conocidas representaciones. Diosa también de la belleza, asociada a la fertilidad, anteriormente dueña de los jardines, fue una de las imágenes más recurridas por los artistas de aquellos tiempos. Con la caída de la cultura que la adoraba, fue barrida con fuego, sangre y lodo. Siglos después, desenterradas de la noche medieval, las representaciones de Afrodita sedujeron a los artistas renacentistas. En los decenios posteriores llenaron parques, fuentes y jardines, salones y galerías palaciegas. Una estatua de la divinidad pagana era símbolo de realeza. Y de los parques aristocráticos pasaron a los jardines de los burgueses.
Las que estaban ante mí aquella mañana, de seguro, eran las estatuas que se habían ennegrecido en jardines húmedos de viejos palacios venidos a menos. A pesar de haber sido rescatadas de la destrucción total, su nobleza se marchitaba con la desvalidez que manifiestan las piezas de antiguo lustre que de repente son amontonadas, sin respeto ni concierto, para una rifa de mercado dominical. Como vencidas princesas en remate de esclavas, estaban reunidas bajo el cielo de un parque popular, en una muestra pasajera para el disfrute de los paseantes.

(Con los años, después de haber vivido un poco, confieso que me hubiera gustado que, en esa hora crucial en la que se manifestaba en mí un temprano deseo de pasión, la normalidad hubiera trocado su sitio, que la atmósfera, subvertida, se hubiera abierto a otra dimensión. La diosa de piedra, girando su cabeza pequeña, habría buscado con sus ojos velados mi mirada asustada. Quizás, desde su pedestal me habría extendido su brazo blanco y, luego de descender a la hierba, me habría tomado de la mano y llevado consigo por el valle, trazando un camino por entre su misma imagen repetida en decenas que, despiertas también al día, nos hubieran observado sin moverse. Recuerdo esa mañana y sueño. En ese momento perfecto hubiera podido recibir la primera lección para vivir entre la pasión amorosa y la razón, y evitarme así las incertidumbres posteriores. De seguro, la diosa me habría enseñado por qué el amor es, más que un secreto, un misterio, eje de toda maravilla humana y, a la vez, el proyectil que hace estallar los apacibles espejos de la existencia. «El sentimiento amoroso, –sonaría dentro de la piedra– acerca a los hombres, los glorifica. Estos se buscan, se descubren, se necesitan y se cuidan por el amor, aunque para amar y respetar, a veces, abatan y dejen en el desamparo a otros hombres.» Detenidos allí, en el medio del campo me podía haber anunciado que nunca sería feliz, porque la felicidad es el fin de todos los empeños, la razón primera. La búsqueda permanente de una felicidad impar no es un esfuerzo desventurado sino el motor que palpita en el centro mismo de la vida. «Y el amor es estampa de bellos colores, lluvia de estrellas, fiesta brillante de los sentidos; nada basta cuando él nos falta y nada es demasiado si él nos mece. Cuando encontramos un amor nos asombra descubrirnos en él, abrimos salones antes cerrados, los sentidos se aguzan, la horas sonríen, el viento nos asciende sin peligro de caída. Existe un desafío tácito entre el amor y la muerte, pues el sentido enamorado diluye en un momento los miedos atávicos, se enfrenta sin temores al devenir, con fuerza incontestable, que es como reconocer tranquilamente que la muerte espera y nos envuelve, pero que ha dejado de importarnos. Miramos de la muerte su máscara dorada y sonreímos sin sobresalto. Nada es más fuerte que nosotros, nadie podrá llegar más alto, ni más lejos, porque el amor nos abraza desnudo, cálido, bajo nuestro cobertor de inviernos. Es un crimen negarse a él, o dejar que algún miedo lo congele. El amor debe ser vivido en todo su esplendor y por todas sus sombras.»
Muchos años después develaría el misterio que se abría ante mí; pero en aquella mañana de ensoñación también avizoraría otras certezas. «El amor –me hubiera alertado la diosa, mirándome con sus cuencas de ribetes oscuros de humo pétreo- el amor también es rigor, sacrificio, renunciamiento; no se sostiene por el deseo pues los deseos inflaman, arden, mas luego mueren. El amor es besar la herida, sentir vértigo, también provoca deseos de gritar, golpear hasta la sangre, vomitar. Es ángel que disimula a un demonio. A veces no besa, ni oprime dulce al corazón como cantan muchos, sino que clava sus colmillos de fiera en los intestinos y no nos libera, aunque lo quisiéramos. Hay que ser fuerte para amar, porque más de una angustia esconde siempre bajo las alas el amor. El amor debilita el cuerpo, afloja la mente, ciega los ojos y ensordece. El amor mata. Hay que saber decir “ahora no” y también “nunca más”, pues el amor puede dominar, desarmar, y convertirnos en muñecos de barro en rápida caída al estallido. Sólo aquel que se ame podrá sobrevivir si un amor se le ha vuelto fiero, podrá dominarlo, y salvarlo. Y así una y otra vez, de un lado al otro y de regreso, eternamente: el amor siempre se muerde, gira, y renace.» La diosa hubiera colocado mi mano sobre su pecho caliente de sol. «Todo valdrá la pena porque es imposible evadir la verdad que es raíz frondosa de la vida. Siente el latido nervioso, entrégate a él y vive lo más plenamente que puedas.»)

Se sucedieron los años y mis padres dejaron de llevarme de la mano para siempre. Fui a donde pude y como quise fui. Las enseñanzas que nunca nadie me procuró comenzaron a atropellarse sobre mis días, como si una mano invisible dispusiera en cuál lugar debía ser ubicado el júbilo y en cuál sitio iba el dolor y, de repente, lo sacudiera todo, confundiéndolo. Durante los años de adolescente perseguí otros músculos de mármol, me busqué en ojos de humo que no repararon en mí. Besé labios que no se mantuvieron calientes más allá de mi beso. Lo mejor que tuve no se concretó y lo que encontré duró poco. Un día, la persistente búsqueda terminó. Alguien me dijo que a mi amor le sobraba gravedad. Y lo hice ligero. Entonces mucho vino a mí. Supe de la felicidad de poseer y también supe de desencuentros y despedidas, lejanías, y nuevos comienzos. Como me lo anunciara la dama de piedra en la mañana soñada de mi niñez, el amor siempre fue y regresó, y con él fueron y vinieron las sorpresas y las dudas.
La imagen brumosa de las diosas en el valle nunca me abandonó. La escena extraña se mantuvo en mi mente, preservada entre muchos olvidos. Siempre quise volver a ese lugar. Deseaba saber si el tiempo y el hombre habían acabado de destruirlas, o si continuaban bajo el cielo de aquel campo lejano. Buscaba comprobar con certeza los límites de mi mente, recuperar la noción de lo cierto y lo soñado.
Hace poco encontré el sitio. Y regresé a él como quien regresa a un templo, bajo el sol ya crepuscular de otro día. Buscaba, de paso, encontrar respuestas a las dudas que nunca nos abandonan y que con los años crecen, se confunden. Quizás la diosa de la pasión, la reina de todos los terrenos del amor, –y repetida aún en decenas– hilvanaría el rumbo ideal ante mis ojos, revelaría el secreto final. Pero tras el abandonado edificio que alguna vez fue galería de arte, hallé solo el silencio en un valle vacío, la hierba crecida y amarillenta.
7 de febrero, 2011
Fotos: Lester Vila
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