domingo, 14 de octubre de 2012

Colgados en la pared

La sala del apartamento de mis abuelos estaba presidida por una lámina desvaída en la que se veía un salón de otra época. La alta vidriera del fondo se abría a un jardín salpicado de flores; un reloj de madera, a un extremo, detenía el tiempo y, en el otro lado, ondulaba elegante una escalera, como camino en ascenso hacia un desconocido bienestar. Ante la bóveda hendida por la escalinata, dos muchachas hacían música. Una de pie y vestida de nebuloso azul rasgaba un violín; la otra, arropada por tonos oscuros, estaba sentada a un piano de cola.
 Yo me paraba sobre el sofá de mi abuela y cerraba los ojos. Como un personaje de Carroll cruzaba el espejo y descubría que aquellas jóvenes también eran mis primas, que por eso vivían en casa de mis abuelos y que, por tanto, también era mío aquel apacible silencio del tiempo detenido.

También desde la salita húmeda de mi otro abuelo se saltaba a un salón luminoso, de un pulido estilo Luis XVI. Aquel esplendor irradiaba desde la pared cansada de mi abuelo, y la vieja casucha familiar se hacía más sombría; las grietas en el piso rojo se abrían insalvables, se ahogaban de polvo. Pero los personajes engolados de la recamara dorada se regocijaban en la placidez de sus minutos. Un joven con coleta y medias de seda tocaba el piano pulido, mientras que a su lado, de pie sobre la alfombra oscura, una muchacha vestida en vino raso leía la canción de una partitura. Desde el papel cromado, los aristócratas se lucían ante nosotros y nos ignoraban. Este espejo estaba cerrado para mí.
Hace veinte años se podían encontrar muchas de estas láminas destiñéndose en una pared cualquiera de muchas casas cubanas. En su mayoría, no eran manifestaciones plenas de arte, mucho menos reconocían las vanguardias pictóricas de finales del siglo XIX y las desarrolladas durante las décadas del XX. El gusto se refocilaba en la belleza formal, figurativa, en la temática dulce, dentro de los terrenos del más simple academicismo. 

 Primaban reproducciones de esa modalidad llamada conversation pieces —escenas de conversación, de reunión—, retratos de familias aristocráticas en amenas tertulias con sus amigos, en salones o al aire libre, acompañados por sus perros y caballos. Junto a estas obras, adornaban nuestras paredes de pueblo reproducciones de fantasías galantes como las de Boucher y Fragonard, en las que aristócratas de porcelana se besaban en profundos jardines, envueltos en una luz fina como llovizna, o bruma, o polvo. También ángeles y mujeres desnudas a lo Bougerau, flotaban ensimismados en la nostálgica atmósfera de las habitaciones de hace un siglo.
Esas láminas coloridas, reproducidas hasta el infinito y compradas en establecimientos o muchas veces, a plazos, a vendedores ambulantes, engalanaron tantos hogares que era difícil caminar por una cuadra de barrio sin verlas, de un tema u otro, en casi todas las casas de la vecindad. Sus propietarios desconocían sus títulos y autores; mucho menos sabían de estilos, épocas en que fueron pintados los originales, pero aquellas estampas dulzonas muchas veces poseían un valor sentimental para la familia por haber sido regaladas en las bodas de los padres o los abuelos, o en un cumpleaños de la señora de la casa. No creo que mis abuelos apreciaran sus posibles valores artísticos, sino que les agradaba aquella belleza llana; la evocación de una vida tranquila, vacía de conflictos, los seducía. Los valores puramente decorativos eran exhibidos como una ilusión. Quizás esas escenas era para ellos la manifestación de una añoranza, del deseo frustrado por no poseer, del cansancio en la lucha por un acenso imposible a un mundo tenido como promesa de bienestar, universo burgués que soñaba, a su vez, con antiguos abolengos. Un sueño dentro de un sueño. 

Hace un tiempo, mi amigo Maykel se dirigía a su casa cuando un hombre viejo lo tomó por el brazo y lo arrastró consigo. El señor había escuchado que el muchacho gustaba y conocía del arte y quería que valorara un óleo que conservaba en su casa.  En la oscuridad de la vieja salita, Maykel se encontró ante una lámina horizontal, azulada por la humedad de las décadas. Aunque nunca la había visto la reconoció. Una barca flotaba en una laguna quieta. En ella, ninfas engalanadas con guirnaldas de rosas llevaban, besaban, a una doncella dormida. El viejo dueño sostenía que aquello era un óleo, quizás importante, que estaba firmado y que tal vez pudiera venderlo para poder vivir un poco mejor. Pero el joven sabía que la imagen no era más que otra vieja reproducción, de aquellas que también fueron abundantes, en las que hadas desnudas y querubines rosados jugueteaban en jardines idílicos, nubes al fondo y gasas al viento. Recordaba aquella lámina similar que se puso rancia en la sala de sus abuelos y que nunca llamó su atención. ¡Pobre viejo! Su adorno no tenía valor. Pero el muchacho no quiso romperle la ilusión. Le prometió que consultaría en Internet el costo de la pieza. Antes de marcharse, Maykel precisó la firma rotulada en el extremo del cuadro: H. Zabateri. 

Buscando en Internet, el joven supo que H. Zabateri, un nombre prácticamente ignorado, era un viejo conocido de todos los cubanos. Nació en Austria, y su verdadero nombre era Hans Zatzka. Su interés por pintar escenas dulces decoró miles de salas del mundo durante las primeras décadas del siglo XX. Su estilo trasnochado y sospechosamente comercial, en el que se descubre la influencia de los motivos más decorativos de Bouguerau, hace que hoy sea mirado con recelo por los conocedores. Cierto es que sus obras no exhiben mayor valor que las ilustraciones que iluminaban a miles de libros y revistas femeninas de la belle epoque. Pero Zatzka, o Zabateri, fue el autor de la reproducción más conocida y difundida hasta hoy en nuestros hogares, la preferida por nuestras familias: el Sagrado Corazón de Jesús, que en tantas casas cubanas aún ocupan un puesto de privilegio. No sé si hubo otra razón para su extensa profusión, más allá del gusto por ese Cristo rubio que se proyectaba esencialmente, como unísona manifestación divina, en casi todas las casas del pueblo. Lo cierto es que no se puede hacer un inventario de los íconos pictóricos que han acompañado a los cubanos desde hace más de un siglo sin que el Sagrado Corazón de H. Zabateri clasifique entre los primeros. 
Los tiempos han pasado y todavía hay quien corre tras algún agotado Zabateri. Para otros la estampa de un perro y un conejo abrazados sobre un cojinete es la cima del buen gusto; o mejor un afiche de nylon que muestra mujeres en bikini que gatean sobre un auto deportivo de los años noventa. Pero hoy, con más información, también hay quienes compran reproducciones más o menos felices de las obras que atesoran los museos del mundo, académicas o abstractas, muchas cubanas. Hay quienes prefieren las fotografías artísticas. 

Hoy el gusto se ha hecho diverso y abierto, es otro. Las antiguas estampas van siendo desmontadas o relegadas a las últimas habitaciones de la casa.
En la sala de mis abuelos maternos también desapareció un día la escena aburguesada de la pared. Un tío, cansado de su empalagosa simpleza, la cubrió con otra lámina: una joven holandesa se concentraba en una carta, bañada por una luz suave que, desde una gran ventana, se proyectaba sobre ella. El tío, que sabía que la obra artística es solo un punto de partida y no un lecho para dormir, señaló que este era un cuadro mejor. El manso encanto de la imagen de Vermeer nos acompañó durante muchos años y desplazó al olvido a las anteriores inquilinas de la claraboya. Y no sólo por la destreza en una técnica aprendida cabalmente en una academia pictórica. En su silencio, la muchacha holandesa me reveló que al mundo de sus antecesoras le faltaba algo imprescindible: el misterio. Mis “primas” instrumentistas fueron olvidadas por su melodía agotada. Y aunque hoy la joven de la carta también se esfuma lentamente en el fondo de un closet sucio, su luz permanece indemne.


domingo, 7 de octubre de 2012

Añoranza por el vuelo

El hombre siempre envidió a las aves. Sintiéndose el ser más perfecto de la naturaleza, nunca se ha explicado cómo, si fue dotado con el misterio del cerebro, le fue negado a cambio el simple privilegio de las alas. Esa añoranza de vuelo, ese deseo frustrado, lo hizo extrañar la vida aérea, un viaje atravesando nubes, una caída en picada sobre el océano y luego remontarse a ras de la espuma. Y como allí donde falta lo necesitado entra a actuar la imaginación, el hombre mismo completó su naturaleza y se reinventó. Una serie de criaturas con alas poblaron el mundo y el hombre de alguna manera, incógnita de la sublimación, se sintió un poco más reconfortado.


Los hombres y mujeres alados están por todas partes. Y no hablo sólo de esa presencia divina dedicada a nuestro cuidado, ese ángel de la estampilla que vela porque los niños no caigan al río. Pienso en esas representaciones en el arte, que llenan salones y ciudades. No solo están en los templos, hechos de óleo o madera, sino que adornan murales urbanos, custodian puertas de edificios, aletean en las cimas de las torres y nos observan posados en los aleros de algunas construcciones. ¿Quién no ha visto los tres ángeles alegóricos que desafían la gravedad desde las torres del Gran Teatro de La Habana? Junto al Capitolio, marcan un límite en la fisonomía de la ciudad. Cuando se reconocen su alas lejanas, se sabe que a partir de ahí La Habana se hace más antigua y bella.


Los hay de todo tipo: dulces y severos, con rostros de paz o de celadores de las leyes. En las puertas de la iglesia parroquial de Sagua la Grande unos angelotes sonríen con misterio, como niños socarrones que esconden una pillería, o ─y esta suposición es más divina─ como si lo supieran todo y sólo esperaran la confirmación de nuestro destino.

También aladas son esas damas alegóricas que centran algunos conjuntos escultóricos conmemorativos en representación de la victoria, la gloria, la patria. En La Habana, Maceo y Máximo Gómez son recordados bajo el auspicio de las alas. Van en sus monturas, antecedidos por dos criaturas femeninas que, con el gesto digno de quien se inmola por la justicia, son el puntal guía de la muchedumbre convulsa que representa la lucha independentista.



 No hay mejor sitio para buscar ángeles que en los cementerios. Por todos lados custodian el descanso. Abunda el átropos, ese ángel reproducido en cientos que ha silenciado su trompeta y, con los brazos cruzados, espera. Algunos ascienden y otros ya se posan sobre los sepulcros. Algunos se abrazan lamentosos, miran el paso de las nubes, y otros se llevan sus índices a los labios, piden silencio. Hay ángeles que escuchan nuestro mensaje, y otros que se adormecen junto a una fiera. Bajo el sol y la lluvia, los va cubriendo el musgo y permanecen tutelando la quietud del lugar. Hay algunos que pierden sus alas, pero no extravían su espíritu celeste. En ellos el escultor puso las ideas más altas e incorruptibles. Son la visión más perfecta de lo que somos.

En el cementerio de La Habana, el ángel más descollante es aquel que se eleva enorme sobre el mundo llevando en brazos el cuerpo sin vida de un bombero. Un ángel que carga a un héroe puede ser visto desde puntos alejados de la ciudad.

En el camposanto habanero existe otro ángel peculiar. Haciendo gala de su androginia el ser alado expone una carnalidad tentadora. Custodia una puerta y en su gesto exige una gratificación para dejar libre el traspaso al otro mundo. Su pecho de varón se transparenta en su túnica, pero las caderas son redondas como las de una hembra. La suavidad de sus brazos extendidos y la línea sinuosa de su cuerpo, hacen pensar en un doncel que baila en el silencio, sabedor de la atracción que desata en todo aquel que se acerca.
 

El hombre siempre tuvo envidia de las aves. Un día se reinventó con alas ─se añoró perfecto─, y siguió soñando con la libertad y el aire.



domingo, 1 de julio de 2012

Amor contra el miedo


Cuando le comenté a un amigo que quería escribir unas líneas sobre el sentimiento amoroso, y acompañarlas con algunas fotos tomadas el 14 de febrero, me miró con ojos torcidos y me preguntó “¿No tienes algo más importante de que escribir?”. Juro que la pregunta me noqueó. Quizás este espíritu mío, un poco romántico tardío, un poco decadentista, un tanto comemierda, me había llevado por el camino dulzón del sentimentalismo. Pero, luego de pensarlo un poco, miré a mi amigo y le pregunté convencido “¿Es que puede haber tema más importante?”. Hizo una mueca.
No voy a repetir que el amor está en el aire. Eso lo está diciendo una canción desde hace décadas. Todos lo conocen bien. Miles de telenovelas y películas se han hecho sobre las aventuras del amor. Más que una balada ligera, el amor verdadero es denso y atribulado como un adagio ultra romántico. El amor es una sinfonía. Más que una buena emoción, es el filtro de todo. Justifica la vida, y sólo vale en su pureza.
El amor es la negación de la muerte, aunque a veces sintamos que nuestra vida peligra de tanto amar. Porque quien ama también está en el borde. No hay peor dolor moral que el desengaño amoroso. Por el amor se pude comenzar una guerra o, simplemente, puede un hombre dispararse un tiro en la sien. Cuando se pierde un amor verdadero vienen días oscuros porque algo que se creía eterno se destroza irremediablemente por adentro. Y se comienza a amar entonces la ausencia que se sienta a nuestro lado, la permanencia invisible de lo amado. Por eso el amor mece y atemoriza, y es una toxina. Quizás a eso le teme mi amigo.


Hay personas que se definen como frutos secos para el amor. Tienen puesto un sello a voluntad, y se atrincheran ante lo que no sea la compulsión del sexo. Confiesan que tienen miedo a sufrir, y que las penas amorosas duelen demasiado. Huyen del amor y entran en los predios de la soledad. Al final vagan ávidos, inmunes pero infelices, y no hay cuerpo que pueda satisfacerlos completamente.
Nunca bastará huir. Desde niños crecimos en la necesidad de ser queridos, y de querer. De adolescentes se vive el sueño de encontrar esa persona bonita que llenará la vida de risas, de besos y baladas románticas. De adultos demoramos en la búsqueda del compañero adecuado, la persona que nos divierta, pero que también  nos acompañe en la adversidad o, simplemente, en la ligera tristeza de cada día. Necesitamos a alguien nuestro que, cuando la vida se nuble, nos tienda una mano firme y nos grite “¡Vamos!” y la luz se despeje. Cada día nos importará menos la belleza de esa persona. Si es la adecuada no habrá fealdades ni mayores defectos que nos puedan detener a la hora de la entrega.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Final de noviembre

Es una mañana de noviembre y tengo que marchar. M. se levanta de la cama y camina por la casa. Cada mañana, sale del sueño envuelto en silencios. M. lleva una crisálida y calla. Hoy se sienta a la mesa y abre su ordenador. Selecciona música. Reclina la cabeza sobre su brazo y queda tranquilo. Parece que duerme. Lo observo desde el cuarto oscuro. Sé que se aleja otra vez. Va desnudo, sentado en su vieja silla de madera. Solo el adagio de Bruckner se abre entre nosotros. Las cuerdas son eco de una vida que intentamos desentrañar. Mientras, un rey triste se sumerge en un lago sombrío.
Una vez soñé que caminábamos por un viejo jardín. Entre nosotros, por el camino, se extendía antiguos escaramujos; en ellos habían tejido sus hilos las arañas. M. sabe que, a pesar del seto, vamos. Veo sus ojos entre las hojas oscuras, de las rosas sin pétalos, y cubiertas de hilos de plata. Sus ojos me dan paz. Los ojos de M. guardan un misterio insondable, como si ya hubieran contemplado el secreto de la vida, el final de los caminos.
El final. Mi cámara atrapa a M. en su ausencia y me marcho. La ciudad se hace pequeña, y yo lo echo de menos. Desde lejos, M. me hace señas, para que no olvide, para que lo siga. El adagio se deshace. Noviembre comienza apenas.

domingo, 14 de agosto de 2011

Otro homenaje a los muñequitos rusos

Recuerdo que, cuando era niño, sentarme a las seis de la tarde frente al KRIM 218 de mi casa era un rito inviolable. Llegaba de la escuela y me olvidaba de las tareas del día porque por delante, en la pantalla de televisor ruso, tenía una hora de dibujos animados o, lo que es lo mismo, de muñequitos. Aquella era, prácticamente, la única ración de animados que nos tocaba al día y por eso teníamos que aprovecharla.

Vivíamos la época, aún no lejana, en la que la televisión nacional contaba solamente con dos canales, el seis y el dos, y todas sus realizaciones resultaban tan empíricas que tal parecía que en la TV cubana se reinventaba el arte televisivo día tras día. Éramos aliados de los países del campo socialistas y estos, a cambio de toneladas de azúcar y afiliación, nos inundaban- en el buen sentido de la palabra- con una producción variopinta de cualquier cosa: lo mismo nos llegaba una fábrica de conservas, que perfumes, juguetes infantiles, libros, diseños de edificios, botones, muebles, etc. Por supuesto, los dibujos animados para los niños no se quedaron fuera de esta colaboración comercial e ideológica.

Muñequitos rusos fue la forma en que los cubanos acuñamos a toda la producción animada exhibida para los niños en los años del 70 y 80 del siglo XX, procedente de varios países del área socialista, no solamente de la Unión Soviética. Había muñequitos de todos los tipos y para todas edades y parecía no existir un concepto de selección etaria a la hora de armar las cuñas animadas. Allí se mezclaban peliculitas pensadas para niños de preescolar con verdaderas obras del arte de la animación europea, concebidas para todos los públicos y que por su corta duración también eran exhibidas en estos espacios. Muchas de esas películas animadas venían avaladas por premios ganados en festivales internacionales.

Había “muñequitos rusos” de Checoslovaquia, Rumanía, de la Alemania Democrática, dedicados en su mayoría a niños de corta edad. Ahí estaba la serie del conejo de largas orejas de tela cuadriculada, que volaba a la ciudad para resolver entuertos divisados con su catalejo desde la chimenea de su edificio. O Las aventuras de Rosita, una extraterrestre de pelo alborotado que dormía desnuda sobre una nube galáctica, cuyas aventuras en la tierra terminaban, invariablemente, con el regalo de una rosa. Koleko y Mur, los polacos Bolka y Lolka y el perro Reksio siempre estaban metidos en problemas diferentes que no siempre lograban vencer.

De la Unión Soviética era los episodios del cocodrilo Gena y Cheburashka, un tierno animalito de especie indefinible, convertido hasta hoy en uno de los iconos infantiles de más permanencia de Eurasia. También soviéticos, ¡Me las pagarás! o ¡No escaparás! , pero más conocida aquí como ¡Deja que te coja!, fue una serie animada tan conocida en el mundo que hizo rico a su creador. La pareja rusa del lobo y la liebre, otro ícono de esa sociedad, le debía mucho a la tradición de animados americanos de gags, como los cortos de Donald, Pluto o Tribilín de la Disney, o los de Bugs Bunny y el Pato Lucas de la Warner Bros.

Los dibujos animados venidos del campo socialista también hicieron por acá una labor propagandística, de evidente incentivo de conceptos sociales, políticos y morales. Las ideas de lo social triunfando sobre lo individual y de la fuerza que entraña la unión eran constantes en estos materiales. Ejemplo de ello era El rapto de los colores en el que dos tubos de pinturas se disputaban el amor de un tercero, femenino y dulce. Uno de los pretendientes, el villano color negro, raptaba a la doncella, y con sus secuaces ennegrecía a la juguetería en la que vivían todos. Los colores y los juguetes se unían y luego de una agitada batalla lograban vencer al enemigo. Por la causa justa y común, la pareja protagónica se sacrificaba para así colorear el mundo de todos.

Las películas que versionaban leyendas populares o cuentos de hadas estaban entre las mejores. Los niños de esos años tuvieron la oportunidad casi diaria de asistir a versiones fílmicas, de atendibles valores estéticos, de historias de arraigada ascendencia popular. La necesidad de mantener vivos a los auténticos cuentos de hadas, imprescindibles para desarrollar el sentido poético en los niños, tuvo en estos dibujos buenos embajadores. En ellos, la fantasía manaba limpia desde sus ecos ancestrales, lejos del mundo pseudo fabuloso, de fantasía forzada y mal entendida, que persiste en productos de chatura pequeño burguesa como la saga de las Barbies, en los que la fantasía se distorsiona de manera consciente. En las versiones rusas de los cuentos Pulgarcita, La princesa Rana, Plumita de oro, El antílope dorado, los realizadores sortearon el riesgo que entraña el mundo de las hadas, y cuidaron que la historia fuera el eje mismo de las películas, y no la justificación para desarrollar un concepto estético que sustituyera a la belleza por lo “lindo”, el embellecimiento ramplón y engañoso.

En la versión de 27 minutos de La pastora y el deshollinador, desde cierta abstracción, se recreaba un mundo decadentista reconocible, con elementos del teatro de siluetas, con ecos de la comedia del arte, el ballet y el melodrama teatral, a partir de una historia de Andersen sobre el amor, la libertad y la frivolidad. En El maestro de la Malaquita, basado en una leyenda de los Urales, una campesina trataba de recuperar a su novio, un joven alfarero secuestrado por un espíritu femenino que habitaba en el Monte Narodnaya. Los valores de la animación, de los efectos visuales, la música, hicieron de este corto una pequeña joya del cine de dibujos animados.

Muchos de estos muñequitos nos conmovían, eran tristes hasta las lágrimas, y por eso los rechazamos en su momento. Después de crecidos, luego de haber vivido, nos dimos cuenta que, muchas veces, esa tristeza era señal de la vibración emocional que causaban en nuestro subconsciente infantil, la suma de todos los valores artísticos y humanos expuestos en aquellos materiales, valores que quedarían en nosotros como un sedimento vital. La calidad de las animaciones, los evidentes referentes culturales, el uso del color, de los efectos ópticos, fotográficos, dotaban a estos muñequitos de una depurada calidad artística que, de alguna forma, afinó nuestro gusto estético, cinematográfico; las bandas sonoras de estas peliculitas, apoyadas en el abundante y melancólico melodismo de esas tierras, se fijó en la mentes de muchos y lograron que, muchos años después, más de uno sienta una indefinible nostalgia cuando escucha una pieza de Glazunov, Chaicovsky o Jachaturyan.

Aún así, ahora profesamos a los muñequitos rusos una añoranza compleja, un extraño sentimiento debatido entre un amor profundo y un odio infantil, fuerte y directo. Además de sus virtudes, algunos de ellos también eran defectuosos, lentos, rústicos y aburridos, y llegaban a ser realmente insoportables para nosotros. A casi todos los mirábamos con hastío porque, por una pobre labor de programación, nos bombardearon con los mismos filmes durante años, y no tuvimos opción. Pero, por eso, ahora están presentes cuando miramos a nuestra infancia; ahora son parte inseparable de nuestra memoria. Hoy los muñequitos rusos no valen sólo por sí mismos, sino porque con ellos regresan a nosotros todos los recuerdos perdidos, nuestros patios de juegos o las casas donde vivimos; ellos traen los sustos, las alegrías y lágrimas de aquella época; nos regresan de nuevo a nuestros padres, jóvenes y fuertes, como eran por entonces, y a los almuerzos que nos hacían nuestras abuelas. Cuando volvemos a ver un muñequito ruso casi se despierta en nosotros el sentimiento de paz que nos embargaba los sábados por las mañanas, lo más cercano a la felicidad, una emoción que nunca será recuperada.


Realmente, el tiempo ha pasado volando. Los niños cubanos que, en los años 70 y 80, nos sentábamos frente a los televisores para ver los muñequitos rusos hoy tenemos más de 30 años y nos va quedando menos inocencia. Ahora, con las nuevas tecnologías, cualquier cosa parece posible. En un mundo diferente, las películas de animación del antiguo campo socialista se han ido convirtiendo en piezas para coleccionistas de occidente, y han saltado de sus gastados celuloides a los flamantes archivos digitales. Ante esta realidad, muchos hemos corrido a buscar y acopiar todos los viejos dibujos, como si la posesión material de estos recuerdos de papel y color, nos ofreciera la mágica posibilidad de recuperar la infancia que se marchó para siempre.

domingo, 7 de agosto de 2011

Ariel

Lo estoy observando ahora. Aún es alto y delgado, y de cobre claro es su piel. Tiene cara de niño, con ojos tristes y boca de pierrot, dibujada en púrpura por un pincel fino. Los cabellos lacios, oscuros, crecen a salvo, escondidos bajo la gorra verde. Tiene nombre de duende y en su apellido sopla el viento. Posee un lazo tendido hacia las nubes más lentas, y por momentos parece que la sangre circula muy despacio por sus venas. A cada rato le digo que tiene aura de héroe romántico. Suspira. En verdad se siente un Werther, y le gustaría vivir en un Bomarzo opuesto al tiempo. Su halo hace que algunas mujeres caigan rendidas a sus pies. En las noches de sábado, cuando nos dan un pase corto para ir al círculo social del pueblo, desaparece y no sabemos de él hasta la tarde siguiente, cuando viene con una tórrida historia que hacer, y todos le creemos.
Ariel es el ordenanza del jefe de la unidad. Una situación ventajosa, sobre todo porque, cuando atardece y los trabajadores civiles se han marchado a sus casas, queda en su mano la llave del pantry. Recibo por teléfono una llamada suya para que suba rápido a su oficina. Me recibe con un buró servido: panes y galletas, embutidos fritos, leche y mantequilla pueden ser los mejores regalos para un soldado. Mientras meriendo, hablamos de arte y de libros. Está haciendo un gran dibujo en grafito para un concurso. No quiere que sea panfletario y complaciente, de banderas y puños apretados, y las líneas y las sombras le van saliendo expresionistas, salvajes, como las de un Goya en locura. “¿Qué te parece esto?” Me pregunta enseñándome los últimos trazos. Una caravana fantasmal, en jirones, se acerca desde el fondo de la cartulina. Asiento mientras mastico. Aparta con una mano los mechones que caen sobre sus ojos, suspira y sigue su obra. Él no tiene claro a qué se dedicará cuando termine la etapa militar, pero no deja de soñar.

Las tertulias, por la gula a escondidas, han fundado comentarios maliciosos sobre una misteriosa condición que compartimos. Las dudas nos cercan y nos lustran peligrosamente diferentes. Somos de los que nos revelamos ante los límites al cariño. En nuestras largas conversaciones, en cualquier punto de la unidad, nos acomodamos muy cerca, y él descansa su cabeza sobre mis piernas. Yo sé que sus cosas son mías y ese sentido de pertenencia arraiga, da razones, ayuda a continuar. Un día en el comedor de la unidad, cuando le paso mi dulce de toronjas, me mira fijo, con una vibración repentina en sus ojos de ciervo, y me suelta a quemarropa: “Yo creo que tú estas enamorado de mi.” Me molesta el comentario, y la risa que lo concluye. Es sorprendente que él también confunda las cosas. Mi machismo le responde con un golpe y me voy melodramáticamente de la mesa. Por suerte, las personas que me quieren no le hacen caso a mi ira repentina y saben que mi cariño se establece inquebrantable.
Nos conocimos de vista en una rastra que nos llevó juntos al servicio militar. A las pocas semanas de estar preparándonos como soldados, le llamó la atención un libro que guardaba en uno de los bolsillos de mi pantalón. A partir de ese momento no nos separamos más. Supe que Ariel venía de Sagua la Grande y como, desde el día de mi reclutamiento, yo guardaba una imagen hermosa de esa ciudad, hablamos sobre su vida en aquellos paisajes y lugares. Luego fuimos enviados, durante casi dos años, a una unidad tranquila, ubicada en un pueblo que estaba en la ruta fabulosa del Cochero Azul.
Podemos pasar varias horas juntos, aunque no lo hacemos. Tenemos muchas cosas de qué ocuparnos. Pero conversamos siempre que podemos. Él me ayuda a restablecer líneas telefónicas, y yo lo apoyo en alguna de sus labores de oficina. Nos fugamos por los talleres y caminamos por el campo. Y seguimos conversando de cualquier cosa. Esas horas son una tabla de salvación en medio de la hostilidad, son semillas de ideas, afianzan criterios. Después de ellas somos más fuertes, y los meses pasan más rápido.

Me han dado pase junto a otros compañeros de cuartel una semana antes de licenciarme definitivamente de la vida militar. Salimos rápido con las mochilas al hombro porque tenemos que llegar a la carretera central antes del atardecer. En una arboleda, nos tropezamos con Ariel. Sabe que nos vamos cuatro días de licencia. Me mira: “¿Y tú también te vas?” “¡Nos vemos el lunes!” le grito mientras corro hacia el Punto de Control de Pases. Luego viene la aventura de viajar de provincia en provincia, la vorágine y la adrenalina. Pierdo el sentido del tiempo que necesito para llegar a mi casa. Cuando pongo mi cabeza en la almohada me viene la escena de la arboleda y nuestra no despedida. Me acuerdo de su extrañeza y me asalta la duda.
Los días de asueto pasan rápido. Regreso de noche a la unidad. Confirmo que al resto de mi llamado le han dado la baja militar antes de tiempo. Con ellos a Ariel. Me doy cuenta de la preocupación en su última pregunta. No intuí lo que él intuyó. En aquellos días aún no sabía de las coordenadas, de los puntos de reunión que deben de ser establecidos antes de cada viaje para que las cabriolas de la vida no separen sin remedio. Han pasado muchos años y nunca más lo he vuelto a ver. Guardo el boceto de su dibujo de pesadilla, que fue vencido en el concurso por complacientes alegorías de puños y banderas.
Me pregunto qué fue de él, qué hace. En estos tiempos en que es menos posible saber el destino exacto de los que estuvieron, me asalta constantemente la duda por su devenir. Un conocido común me dijo que había regresado a Sagua la Grande y que allí estaba todavía. Hace poco, caminando finalmente por las calles de su ciudad, lo busqué en los rostros que pasaron por mi lado, sin tener idea de cómo los años han labrado sobre él. Confío en que un día, cuando menos yo lo espere, va a aparecer en mi camino y me preguntará, “¿Ya no te acuerdas de mí?”.
A veces sueño con Ariel. Aún es muy joven, y también sueña.

Ilustraciones a partir de fotos de Jon Malinowski

domingo, 31 de julio de 2011

Ángela y Juanita


“¿Qué hora es?” preguntaba mi abuela Ángela a mi tío.
“Las cinco y media”- le sonreía este. “Ahorita llama Juanita” le recordaba y mi abuela sonreía.
“¿Quien soy yo?” indagaba mi tío mirándola con ternura.
Desde su butaca, mi abuela solo lo miraba y parecía complacida. Se ahorraba el esfuerzo de las palabras o no podía responderle.
Mi abuela nos estaba abandonando. Enferma de años, sentada en la sala de su apartamento, veía tranquila pasar las horas que se llevaban pedazo a pedazo su memoria. Apenas hablaba. Vivía en el silencio detenido de las tardes. A veces escuchaba música de una grabadora que habían puesto a su disposición. Cuando yo la visitaba me sentaba junto a ella a oír danzones cantados por Barbarito Diez, canciones de Ernesto Lecuona. Mi corazón se fue… en busca de una ilusión… cantaba María de los Ángeles Santana y uno se sentía envuelto por un tirabuzón de melancolía. Mi abuela me observaba desde su asiento y no me conocía. Solo nos sonreíamos y la melodía no invadía el silencio intransitable que me separaba de ella. Hasta pocos años antes yo había sido uno de sus nietos más queridos. Cuando me fui a estudiar a la universidad me despidió feliz desde su balcón. Cuando regresé, con mi diploma de graduado en la mano, me había olvidado por completo. Y de esa misma forma fue dejando de reconocer a casi todos, como si hubiera decidido ir alejándose poco a poco.
Pero a mi tío Ángel, su hijo menor, nunca lo olvidó. No podía. Mi tío, un hombre renacentista, con una cultura enciclopédica, se había consagrado por entero a su cuidado desde que ella se convirtiera en mujer dependiente. Él dejó su trabajo y olvidó su vida personal. Para ganar tiempo estudió las dolencias, los tratamientos para los males que aquejaban a su mamá. Realmente, mi tío se equipó para enfrentar la gran batalla de su vida. Mi abuela apenas necesitó un médico durante sus años de convalecencia, que fueron muchos. Mi tío Ángel, como mismo pintaba o restauraba un cuadro, hacía una gran comida para toda la familia, o tallaba metales nobles, así mismo dominaba las dosis, las combinaciones correctas de las medicinas exactas que mi abuela precisaba en cada momento, sin importar si eran productos de laboratorio o remedios naturales. Dominó lo necesario de la física y la biología, la botánica y la química, se hizo su médico personal -casi alquimista- su mejor y casi única compañía.
“¿Quién es Juanita?”, le pregunté a mi tío aquella tarde. El rostro de Ángel se iluminó. “Es una amiga que ha hecho mi mamá por teléfono. Llama todas las tardes y conversan muchísimo”. Mi tío preparaba la comida para la anciana con meticulosa seguridad. “Eso le está haciendo mucho bien- apuntó - porque ahora tiene un incentivo. Espera todo el día, y se anima cuando se acerca la hora de la llamada de Juanita; luego conversa con ella un buen rato”. Mi tío volvió a sonreír. “Ella está mucho mejor desde que tiene una amiga”.
Ángel le llevó una taza de café a mi abuela. La cafeína equilibra la presión, estimula determinados procesos mentales. “Oye, bruja,- le gritó para motivarla - cuéntale a Lester de Juanita”.
Mi abuela sonrío “Es una amiga… que todos los días me llama y conversamos…”.
“¿Pero se conocen desde hace años?”, volví a preguntar. Mi tío aclaró “Se conocen desde un día en que Juanita llamó equivocada pero, como es una vieja muy parlanchina, ahí mismo se pusieron a conversar. Y ahora son muy amigas. Juanita también está enferma y está sola. Y, bueno…las dos se hacen compañía.”
Minutos después, Ángel me pidió que subiera a recoger unas sábanas que había tendido para secar en la azotea del edificio. Arriba había mucho viento. El cielo, más cercano a la noche, había tomado un raro color. En su extraño vuelo, las sábanas blancas me envolvieron como pétalos ásperos de una flor extraña, con olor a sol ya perdido. Se acercaba una tempestad y mi abuela estaba inquieta. Cuando era niña y vivía en el campo, vio a su casa desprenderse del suelo, destrozada por el viento de un ciclón, mientras que toda su familia huía despavorida hacia un mejor refugio. Nunca se había recuperado de ese trauma y cada vez que se anunciaba alguna tormenta se ponía muy nerviosa. Ese día estaba un poco inquieta, pero cuando bajé de la azotea la encontré muy animada conversando por teléfono. Era evidente que hablaba con Juanita.
Dejé caer las sábanas sobre el sofá de la sala. Mientras las doblaba una a una, escuché parte de la conversación. Mi abuela le contaba a su amiga la historia de la casa de su infancia, barrida por una ventolera de pesadilla. Estaba animada, encendida por una llama que no le veía desde hacía años. El tiempo giraba en retroceso, y mi abuela había regresado a ser la mujer que ya no era. Y pensé que, solo por eso, la pobre Juanita, la postrada y parlanchina, merecía una alabanza.
Entré rápido en la casa en busca de la complicidad de mi tío Ángel. Lo encontré sentado en el borde de una cama, en el cuarto del fondo. Hablaba por la extensión telefónica. Con la voz en sordina, con metal marchito y femenino, le aclaraba a mi abuela que el ciclón ya se estaba alejando, que no pasaría por nuestra ciudad, y que por ahora estábamos todos a salvo. La máscara definió sus contornos ante mí. La imagen posible de Juanita se deshizo, y en su lugar quedó mi tío el transmutado, ilusionista de artificios, que me hizo caer también en la fantasía. Ángel bordó alrededor de su madre un encantamiento que mi abuela nunca descubriría. Hizo que su sangre corriera más rápido, que el oxígeno llenara con más fuerza su cerebro destruido; la engañó dulcemente para alegrarle los últimos días y retenerla por más tiempo. Las posibilidades de salvar lo que amamos son infinitas. Y por mi abuela mi tío Ángel siempre luchó con todas sus armas.