domingo, 9 de noviembre de 2014
Visión de Sagua
Quizás lo que más sorprenda al viajero que llegue a Sagua la Grande sean las huellas de la grandeza. Y no es que no existan trazos de un pasado de esplendor en otras ciudades y pueblos del país. Pero en Sagua la Grande los vestigios de una gran historia se acumulan profusos, y hablan. Luego de visitarla, embarga el deseo de regresar a ella.
Ubicada al norte de Villa Clara, Sagua la Grande es una ciudad signada por el privilegio de su río undoso. El río fue el comienzo de la villa, el puerto fluvial, vía pródiga que trajo su desarrollo. Como algunas grandes ciudades cubanas, su bonanza estuvo directamente relacionada con la cercanía del mar, por tener puerto propio en la cercana Isabela de Sagua —pueblo alguna vez definido como una Venecia cubana, por ser hermoso y bullente, construido sobre pilotes en el agua—. La jurisdicción sagüera fue asentamiento también de grandes ingenios azucareros, aquellas míticas fábricas de azúcar y riquezas, sostenidas por la explotación sangrienta de miles de negros esclavos, y de chinos traídos a Cuba a base de engaños. Aún se alzan quejosas en los campos cercanos las ruinas oscuras de algunos de estos ingenios. En ellas perviven fantasmas de ahorcados, momias encalladas, tesoros enterrados.
La ciudad es ligera, y tiene el aire distendido y elegante de las urbes levantadas sobre las fortunas decimonónicas. Las grandes familias locales no se conformaron con vivir la vida discreta de las provincias y se construyeron un escenario digno para sus riquezas: parques y palacios, teatros y plazas de toros en los que exhibir su boato. Luego llegaron las casas quintas, con sus parques de la belle epoque, y los repartos exclusivos en las afueras. Pero también, en la periferia, se fueron expandiendo los barrios populares, franja de los pobres —sobre todo de los negros liberados de la esclavitud— pero con una fortuna espiritual que, desarrollada como cultura, aún pervive en tradiciones peculiares y sugestivas.
Sagua la Grande es deudora de su historia. Tarjas y monumentos remiten con orgullo al pasado de insurrección que movió a la localidad, cómo si sus habitantes quisieran mantener vivos los días en los que las tropas del joven general Robau acampaban y peleaban en la zona. Todavía se escuchan leyendas de la guerra, o se recuerda la etapa dolorosa en la que la ciudad se convirtió en un gran campo de concentración, de miserias y epidemias, por las órdenes desesperadas de Valeriano Weyler. El gran puente que la ciudad tiende sobre el río se nombra “del Triunfo”; por él los mambises entraron victoriosos a la ciudad luego de derrotado el dominio colonialista.
Por momentos, la ciudad se antoja como un museo vivo. En ella nacieron figuras imprescindibles de las artes y la literatura cubana. El sagüero Wifredo Lam contaba que se inspiró en el paisaje divisado desde uno de sus puentes para pintar La jungla. Lezama Lima hace referencias a la jurisdicción sagüera en su Paradiso; y aún resuenan en los salones de la ciudad la música de Rodrigo Prats, de González Mantici, la flauta de Ramón Solís, aclamada en el mundo. Aledaña al parque principal —como engañosa prolongación—se extiende una plaza dedicada a Joaquín Albarrán, el urólogo, uno de los más grandes nombres de la medicina cubana. En el centro, el prominente cubano se alza sedente en mármol sobre un pedestal. Su brazo levanta como quien transmite un conocimiento imprescindible y viste la toga de doctor. En la columna que lo sostiene se enlazan los escudos de Sagua la Grande y París. Colindante, el lujoso Hotel Sagua, en el que se hospedara García Lorca, aguarda ser remozado. Cerca de allí, desde las terrazas del antiguo Hotel Telégrafo, una envejecida Sara Bernhard saludó a los sagüeros. Sagua “la Máxima” —como la calificara Jorge Mañach—, es una ciudad inspiradora.
Los años y la apatía le han quitado mucho. Hoy la ciudad y sus alrededores es un enclave romántico, sobreviviente, por momentos triste. Pero en sus oquedades la ciudad también irradia. En altos edificios, otrora hoteles lujosos, hoy residen decenas de familias; viejos palacetes de diferentes épocas exhiben las bellezas de sus carpinterías y rejas. El eclecticismo se manifiesta sobrio por doquier. Pisos y zócalos de mosaicos, de colores desteñidos y líneas Art Nouveau; pequeñas casas de madera, inclinadas melancólicamente sobre las calles; aristocráticas verjas que dejan entrever antiguos jardines, hoy abandonados. Profusión de mármoles y cristales biselados. Algunas esculturas alegóricas sentadas sobre las fachadas de los edificios, ignoran a los transeúntes. Desde ménsulas y canteros, desde los tímpanos de las puertas, otros rostros de piedra también entrecierran sus ojos y se ausentan. El palacio del Casino Español —joya de la arquitectura ecléctica que necesita urgente reparación— multiplica sus balcones ligeros, adornados con conchas oceánicas. En ningún momento la ciudad olvida que al mar se debe.
En el parque principal, se alza la iglesia parroquial mayor, un hermoso templo neoclásico, espacioso y claro. En las mañanas tranquilas sus naves se llenan con el canto de decenas de los pájaros que revolotean bajo las bóvedas, que se posan en las imágenes de madera. Las campanas de la torre marcan fieles el paso del tiempo sobre la ciudad. Entre campanadas, la vida se desliza apacible.
viernes, 5 de julio de 2013
Viaje a Cojímar
El pueblo de Cojímar es terreno en tránsito. La villa de pescadores, al este de La Habana, tiene la apariencia de un sitio inacabado; es uno de esos lugares que van desapareciendo a medida que se construyen, como el dibujo que, con una vara, nos empeñamos en trazar en la arena, en la orilla indiferente del mar.
En sus inicios el lugar fue poblado por indios y negros libres, dedicados a la pesca. La desembocadura de un río en el mar, quizás, fue la razón del asentamiento temprano. En aruaco, Cojímar significa “entrada de agua en tierra fértil”, y esa visión de los primeros pobladores de la zona no deja de ser hermosa: el agua del océano penetrando tierra adentro, silenciosa y ondulante, como si el elemento fuera llevado por una inteligencia de sierpe.
Es difícil que un pueblo como este posea una fecha de fundación. Muchos la fijan el 15 de julio de 1649, día en que fue inaugurado el torreón español que define el paisaje del pueblo. Fue construido, como parte de un sistema de fortalezas que intentaban proteger a La Habana y sus alrededores de los ataques de piratas y corsarios.
En 1762, los habitantes del poblado demostraron su arrojo cuando ofrecieron resistencia a las tropas inglesas que, con intención de apropiarse de La Habana, querían desembarcar en las costas de Cojímar para tomar la cercana Loma de la Cabaña, el sitio estratégico desde el que vencerían a las fuerzas españolas. Los habitantes del pueblito les hicieron frente a los enemigos de la corona española, y lograron que estos no pudieran desembarcar en su playa de arenas grises. Los ingleses se vieron obligados a tocar tierra por otro punto del litoral. Aún tuvieron que enfrentarse directamente a la resistencia de los soldados y de los pobladores del lugar. En la contienda fue destruido el castillo de Cojímar. Tiempo después, negociada La Habana y marchado los ingleses de la isla, la edificación militar fue recompuesta de la manera que ha llegado hasta hoy.
En 1838, el pintor francés Frédéric Mialhe, llegó a Cojímar con su libro en blanco y su lápiz. Su empeño era dejar grabado en tinta las maravillas naturales y urbanas de la isla caribeña. Su colección de láminas es una mirada romántica a paisajes que aquí se le antojaron exóticos, a ciudades que lo encantaron. Y, en el álbum Isla de Cuba pintoresca de Mialhe, Cojímar sobresale en su sencillez. El artista dibujó la vista desde la desembocadura del río. En el grabado hermoso, el pueblo es aún un caserío discreto, de edificaciones de madera y guano, desperdigadas alrededor del torreón histórico. Entre la costa agreste y la línea del horizonte, navegan los veleros y se aleja un vapor con velas, dejando su huella de humo en el espacio. Las matas de coco son mecidas por la brisa marina y el lugar se adivina apacible.
Este ambiente ideal convirtió al pobladito en lugar concurrido. Cuando en el siglo XIX los médicos validaron el aire y las aguas del mar como buenas terapias para la salud, los habitantes de las cercanas ciudades de La Habana y Guanabacoa, giraron sus cabezas hacia el vecindario costero. Ciertamente, el aire de las urbes se iba haciendo cargado y un lugar como Cojímar significaba un remanso para el sosiego y la contemplación. Familias de aristócratas, los mismísimos capitanes generales, tuvieron en Cojímar su perfecto espacio de reposo. La fama del lugar atrajo pronto a vacacionistas de otras partes del mundo. Venían llamados por la merced de las aguas medicinales.
El pueblo comenzó a crecer. Como en el Lido de Venecia, fueron construidos hoteles y casas de veraneo para el solaz de las clases acaudaladas. En 1864, fueron inaugurados en su playa los primeros baños públicos de Cuba. Las familias pudientes alquilaban casetas de madera y se pasaban horas frente al mar, respirando el aire limpio del golfo. Las damas conversaban o leían sentadas bajo sus sombrillas, cubiertas de velos claros que protegían sus pieles del aire y del sol. Mientras, los niños jugaban en la arena, un juguete recién descubierto que ofrecía innumerables posibilidades. Alguna bañista, buscando el beneficio de las aguas, entraba con cuidado en el mar, vestida con su traje de baño, largo y oscuro, adornado de cintas grises que revoloteaban al viento.
También los pobres disfrutaron en Cojímar, pero en una zona alejada de los poderosos. Ellos no tenían derecho a la arena, y su playa era de arrecifes.
Este fue, de seguro, el panorama que vio y vivió José Martí. Se cree posible que entre 1878 y el verano de 1879, el héroe cubano haya estado recuperándose de una afección pulmonar y otras dolencias en una casa de veraneo de la localidad. Hoy se debate la posibilidad real de que sea ese Cojímar de fin de siglo el paisaje evocado por el poeta cuando escribió Los zapaticos de rosa. Si esto fuera cierto, el pueblo sería uno de los escenarios poéticos más importantes de la literatura cubana.
Sin ser afectado por las guerras independentistas, Cojímar siguió creciendo como lugar exclusivo. Ya en el siglo XX, ostentaba casa de huéspedes, barrios residenciales, clubes para la práctica de deportes náuticos. Cerca del centro urbano se extendía la Quinta Boada, con su jardín sembrado con plantas exóticas, adornado con elementos del Art Nouveau, y su palacete ecléctico, una de las casas más lujosas de La Habana. En 1907, fue construido sobre la loma el pomposo hotel Campoamor. Llamado “la taza de oro de la costa Norte”, el inmueble se convirtió en lugar preferido de los recién casados. Pero, apenas 10 años después, el hotel ya no existía pues el edificio había sido convertido en un preventorio antituberculoso para niños de la beneficencia.
En 1945, el pueblo estuvo al centro de la atención mediática cuando seis pescadores de la localidad pescaron cerca de sus costas un inmenso tiburón blanco, el más grande del que se haya tenido noticias. Sus dimensiones de 6, 4 metros de largo y su peso de 3.2 toneladas, hizo que el periódico francés Le Monde lo llamara “El monstruo de Cojímar”, e inspiraron, décadas después, a Steven Spielberg para la recreación del escualo amenazante de su película Tiburón. Alguien que también pudo sentirse atraído por la asombrosa pesca fue el escritor –y aventurero– americano Ernest Hemingway.
Hemingway encontró en Cojímar uno de sus lugares preferidos. Durante sus largas estancias en Cuba, gustaba viajar hacia el poblado para dar paseos en yate, pescar. Solía ser visto en el bar La Terraza, con su aspecto desaliñado de hombre que estaba más allá de cualquier tipo de ataduras y convenciones.
En 1952, cuando publicó El viejo y el mar rindió un homenaje a la sensibilidad de los hombres humildes. Inspirada por los ambientes y personajes que Hemingway conoció en Cojímar, la novela habla de un viejo pescador que sale al mar para buscar la gloria perdida, y regresa luego, con el esqueleto de su sueño, victorioso. El pueblo de Cojímar dedicó un espacio para rendirle tributo al autor que lo ubicara en la literatura universal. Por el interés de los pescadores del pueblo, hoy Hemingway permanece sonriente y observa el mar en el busto que en su homenaje fue realizado por el escultor Boada.
La apertura del Túnel de La Habana, la construcción de la Vía Monumental y la Vía Blanca, y el alzamiento del Puente de Bacunayagua, no solo abrieron el fácil acceso a las playas del este, más extensas y menos agresivas, sino que acercaron a La Habana el espléndido balneario de Varadero. Los días de boato de Cojímar terminaron. El pueblo se eclipsó sin el tropel de turistas y perdió en buena medida lo que fue su razón de ser durante décadas.
Hoy Cojímar es un lugar tranquilo. Como la Cenicienta después del baile, el encanto acabó y apenas quedan huellas de la gloria pasada. Incluso muchos de sus actuales habitantes desconocen que el pueblito que se desmorona ante el mar fue una vez una ribera con posibilidades de exclusividad, al que llegaban los ricos desde todas las partes del mundo. Ya el pueblo no es aquel e, incluso, parece que nunca lo fue. De los tiempos de esplendor solo queda un montón de ruinas. Cojímar ha vuelto a ser un lugar silencioso y discreto. El sitio no grita por su pasado, sino que calla resignado de su suerte. Pero sus pobladores no se estancan en la añoranza. Simplemente, gozan del privilegio del mar.
miércoles, 26 de junio de 2013
Sonata final
En el último salón, en el que se amontonan los trastos y el olvido, hemos pasado la madrugada, sin mirarnos. La casa está vacía. Los que la habitaban se han marchado; no correrán otra vez por sus galerías, ni girarán como poseídos bajo los cristales engarzados de las lámparas. Los ecos abandonaron las escaleras, y las máscaras fueron guardadas en sus estuches de raso. El final ha llegado. Clausuradas están las ventanas y hemos quedado desolados en el caserón vacío.
Te observo. Has permanecido acostado en el sofá descolorido. Tus ojos vagan ciegos por las flores desvaídas que alguien dibujó hace muchos años en el cielo ilusorio, en esa gloria de nubes carcomidas y ángeles vencidos por la humedad. He pasado mis horas así, perdido en tu silencio. Sé que afuera existen los caminos y sus extravíos. Una vez quedé solo en el jardín y pensé que nunca volvería a encontrar el sendero.
La quietud llega a un punto de violencia irresistible. Te pones en pie y caminas hacia la vidriera abierta, a la madrugada que se deshace sobre el parque.
Meses atrás, eras un camino desconocido de curso ajeno, y el verano era para todos. Ahora soy tu ruta, y camino sobre hojas que se pudren, sobre insectos muertos que anunciaron el frío. No le temía al invierno porque tu cuerpo siempre guarda un poco del estío.
Voy tras de ti. Tal vez aún seas una silueta alejándose por el jardín oscuro; acaso aún pueda mi mano tocar tu hombro y deshacer la incitación de los caminos. ¿O quizá deba dejar que tus contornos se pierdan tras los últimos árboles, y no moverme, y no gritar, y ser cubierto por las cenizas?
Estás sentado sobre la infinita balaustrada que define el borde. Tu rostro apenas me percibe. Sigo la línea de tu mirada; también me pierdo en la visión del jardín quieto en el final de la madrugada. La calzada está vacía y sucia. A lo lejos, la silueta del kuroi flota sobre una laguna de aguas turbias; los ojos ciegos elevados al cielo, y la mano de doncella llevada sobre el pecho. Duerme en su hombro un pájaro negro. Una línea de árboles antiguos es nuestro horizonte. Los bordes ya se perfilan en el rosicler.
Este jardín está en el inicio de todo. Me atrajiste, abriste sus pasadas verjas para mí y me llevaste de la mano para mostrarme sus secretos. Los senderos son angostos y húmedos, como un laberinto de hojas verdes donde moran los dioses tristes de mármol sucio. De tu mano descubrí los dobleces del verde, la fortaleza insospechada de las ramas más flexibles, la rápida agonía de los jacintos, de las torres que sólo se divisan en los ocasos. A tu lado supe de la música de los insectos, de las sedas de los pétalos.
Lo nuestro fue un amor triste. Siempre supe que renunciarías al jardín, que me vería perdido sin tu mundo —caos sin sentido, poblado de dioses y de manchas. Miraba tus ojos en fuga y sabía que nunca te poseería, que tu esencia es voluble como la del perfume en el frasco abierto. No existe algo que te pueda conservar, nada que te contenga. Aunque temes a la soledad, corres hacia ella, la haces tu destino.
Yo nunca intenté ponerme a salvo porque era un esfuerzo vano. Toda huída me acercaba, como carrera en círculos; es venganza vuelta contra el vengador, como violetas que sepultan el cuerpo de un emperador adolescente. Para estar cerca de ti disolví los misterios y entre nosotros vibra hoy el hastío.
Desciendo por la escalinata y avanzo por la calzada de hojas muertas. La noche cede. Quiero perderme en el jardín que los días nos hicieron olvidar. Una noche me soñé en este camino. Los rosedales eran telares opulentos, en los que, de rama a rama, las arañas enhebraban sus trampas de plata. Yo caminaba junto a los arbustos de rosas desvaídas cuando sentí tus pasos del otro lado. Separado por las ramas, marchabas junto a mí, me mirabas ansioso por los resquicios. Y el caserón iba quedando atrás.
Solo fue un sueño. Lo real siempre impone los caminos, y el amor nunca bastará. Yo he bajado al parque y tú has entrado a la casa. Cierras las puertas entre nosotros, y ya estoy convencido de que no volveré a ellas. Has quedado en tu lugar; sombra en lo oscuro, se irá borrando tu imagen. Yo tengo el jardín para perderme.
Empiezan a cantar los pájaros. La última estación ha pasado. El viento arrastra las últimas hojas.
Noviembre, 2012
domingo, 7 de abril de 2013
Vida de vitrinas
TEXTO Y FOTOS: LESTER VILA
Contempla al maniquí en la vitrina iluminada. ¿Has visto algo más ideal? ¿Ves cómo su nariz ─espectáculo del Cáucaso─ se perfila delicada desde la frente despejada? Observa su sonrisa; sus dientes son una perfecta cinta blanca. Deseamos despejar la nube que esmalta su mirada. Dueño de la paciencia, ha detenido sus brazos en un grácil gesto, como si bailara. ¿No lo admiras? En su piel se suman los matices claros del polvo y el dibujo sinuoso de sus labios invita a un beso imposible. Es una criatura hecha para ser amada, destinado a una vida lacia de coches y blandas estancias. Su solidez está acariciada por el éxito. Y parece que todo lo sabe. Mira cómo ignora nuestra existencia y luce lo mejor de la temporada.
Fue armado en un pequeño taller. Su perfección supone el privilegio de haber sido labrado a mano, en madera dulce, y bañado en un marfilado estuco de escayola. Eso lo hubiera acercado al carácter irrepetible de la artesanía. Pero lo cierto es que fue fundido en un molde y otros comparten su belleza seriada. Sus músculos son una mezcla sólida de sustancias tóxicas y tinturas. No es un retrato de alguien. Es simplemente un objeto bonito. Una brocha ruborizó sus labios y un pincel fino le dibujó la mirada perdida de los que no poseen sueños que contemplar. Desnudo y desarticulado, viajó el mundo dentro de una caja. Finalmente fue vestido y puesto entre cristales para recordarnos la quimera que queremos ser.
Ante él ha discurrido nuestra vida. Las mujeres lo extrañan, cuando miran el precio. Los hombres se comparan. Los niños no lo entienden. Ante su rostro de utopía ha corrido las lágrimas, saltado la sangre, las parejas se besan a la sombra de las columnas. Un borracho orinó una noche frente a la vitrina y siguió su camino rezongando. Una vez, una anciana se detuvo, lo observó un rato y luego le sonrío. Los cristales que lo guardan han reflejado edificios que se caen, sobre los tejados se han sucedido los crepúsculos. El sol a veces crea reflejos en el armario y lo pierden. Pero él no reconoce nada; es un objeto bello, y existe como si le bastara.
Es una trampa su belleza quieta. Más allá de sus líneas pulcras, detrás de sus labios para el beso, solamente hallarás la nada. No hay para él más mundo que el que sus ojos no ven. La luz lo decolora día tras día y un hollín oscuro lo reblandece. Pero a veces la belleza se cree invencible. A pocos pasos de él, una bella chica de cabellos rubios ha perdido una mano; la peluca castaña de su compañero se ha corrido, lo ha puesto al borde del ridículo. Él ignora que en el fondo de la tienda hay muchos que, como él, vivieron en la luz dorada de los cristales y ahora se apilan sin concierto... son amasijo de torsos, piernas, y miradas tristes. Él aún no sabe que en su pecho lleva un gusano de largas alas que ya cava las cavernas profundas que un día hundirán el imperio de las proporciones áureas. Pero él ahora es bello. Y eso basta.
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