
Ariel es el ordenanza del jefe de la unidad. Una situación ventajosa, sobre todo porque, cuando atardece y los trabajadores civiles se han marchado a sus casas, queda en su mano la llave del pantry. Recibo por teléfono una llamada suya para que suba rápido a su oficina. Me recibe con un buró servido: panes y galletas, embutidos fritos, leche y mantequilla pueden ser los mejores regalos para un soldado. Mientras meriendo, hablamos de arte y de libros. Está haciendo un gran dibujo en grafito para un concurso. No quiere que sea panfletario y complaciente, de banderas y puños apretados, y las líneas y las sombras le van saliendo expresionistas, salvajes, como las de un Goya en locura. “¿Qué te parece esto?” Me pregunta enseñándome los últimos trazos. Una caravana fantasmal, en jirones, se acerca desde el fondo de la cartulina. Asiento mientras mastico. Aparta con una mano los mechones que caen sobre sus ojos, suspira y sigue su obra. Él no tiene claro a qué se dedicará cuando termine la etapa militar, pero no deja de soñar.

Nos conocimos de vista en una rastra que nos llevó juntos al servicio militar. A las pocas semanas de estar preparándonos como soldados, le llamó la atención un libro que guardaba en uno de los bolsillos de mi pantalón. A partir de ese momento no nos separamos más. Supe que Ariel venía de Sagua la Grande y como, desde el día de mi reclutamiento, yo guardaba una imagen hermosa de esa ciudad, hablamos sobre su vida en aquellos paisajes y lugares. Luego fuimos enviados, durante casi dos años, a una unidad tranquila, ubicada en un pueblo que estaba en la ruta fabulosa del Cochero Azul.
Podemos pasar varias horas juntos, aunque no lo hacemos. Tenemos muchas cosas de qué ocuparnos. Pero conversamos siempre que podemos. Él me ayuda a restablecer líneas telefónicas, y yo lo apoyo en alguna de sus labores de oficina. Nos fugamos por los talleres y caminamos por el campo. Y seguimos conversando de cualquier cosa. Esas horas son una tabla de salvación en medio de la hostilidad, son semillas de ideas, afianzan criterios. Después de ellas somos más fuertes, y los meses pasan más rápido.

Los días de asueto pasan rápido. Regreso de noche a la unidad. Confirmo que al resto de mi llamado le han dado la baja militar antes de tiempo. Con ellos a Ariel. Me doy cuenta de la preocupación en su última pregunta. No intuí lo que él intuyó. En aquellos días aún no sabía de las coordenadas, de los puntos de reunión que deben de ser establecidos antes de cada viaje para que las cabriolas de la vida no separen sin remedio. Han pasado muchos años y nunca más lo he vuelto a ver. Guardo el boceto de su dibujo de pesadilla, que fue vencido en el concurso por complacientes alegorías de puños y banderas.
Me pregunto qué fue de él, qué hace. En estos tiempos en que es menos posible saber el destino exacto de los que estuvieron, me asalta constantemente la duda por su devenir. Un conocido común me dijo que había regresado a Sagua la Grande y que allí estaba todavía. Hace poco, caminando finalmente por las calles de su ciudad, lo busqué en los rostros que pasaron por mi lado, sin tener idea de cómo los años han labrado sobre él. Confío en que un día, cuando menos yo lo espere, va a aparecer en mi camino y me preguntará, “¿Ya no te acuerdas de mí?”.
A veces sueño con Ariel. Aún es muy joven, y también sueña.
Ilustraciones a partir de fotos de Jon Malinowski
Eres un poeta
ResponderEliminarEste ha sido unos de los escritos mas bellos, mas llenos de nosltagia y añoranza y mas poetico que he leido en mucho tiempo. Tienes ese encantador sabor romantico de nuestra querida tierra, esa inconfundible inspiracion cubana y te agradesco por haberla compartido con nosotros.
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