La historia aconteció en las inmediaciones de la plaza Sandino de Santa Clara. Hace alrededor de 25 años, algunos transeúntes que utilizaban un atajo para ir y venir del por entonces cercano “Mercado paralelo”, se percataron de las primeras señales de un portento: en las orillas de una cañada que cruzaba el camino, removida por un tractor, había comenzado a emerger de la tierra, de entre la vegetación, unas grandes manos de mármol. A medida de que fue despejada la tierra, fue quedando al descubierto, ante los ojos asombrados de los testigos, una imagen de la Virgen María monumental, tendida en el sendero, como si descansara a la sombra de la arboleda poco transitada. Roto, y ennegrecido por la tierra y los hongos del tiempo, el rostro de la virgen recordaba a una inmaculada pintada por Murillo: el bello semblante en éxtasis de una adolescente, entreabre los labios por la gracia, mientras eleva los ojos a un cielo añorado.
Por supuesto que después del susto y el asombro inicial, comenzaron las hipótesis que explicaban el hallazgo. Hasta se habló de un milagro y el barranco se llenó de flores y sirios votivos. Lo cierto es que a la vera de un riachuelo en Santa Clara había sido desenterrada una estatua de la virgen, como una de aquellas pétreas diosas paganas encontradas en los campos italianos del Renacimiento.
El revuelo provocado por el suceso no tardó en llamar la atención de las autoridades de la provincia y en poco tiempo el extraordinario descubrimiento tuvo una explicación lógica.
Antes de 1959, una imagen de la Inmaculada recibía y despedía a los viajeros de la ciudad. Adquirida por la asociación católica Las Damas Isabelinas, la escultura, de 3 metros de alto y 3 toneladas de peso, fue tallada en Italia en un bloque de mármol blanco. Ya en Santa Clara, fue ubicada al aire libre, cerca del antiguo aeropuerto de la ciudad, justo en el punto en que la carretera central, que venía desde La Habana, entraba en el pueblo. Su inauguración coincidió con el día de las madres de 1957. Mientras la virgen saludaba a todos los que llegaban y bendecía a los que emprendían el camino, algunos habitantes del pueblo aprovechaban su presencia para pedirle favores y arrojarle monedas.
En los años 60, la escultura fue retirada y abandonada en una zona no transitada. Al parecer, su peso y la humedad de los suelos en los que había sido dejada contribuyeron a que fuera hundiéndose lentamente en la tierra húmeda. Al pasar el tiempo, el lugar fue cubierto por la vegetación. Luego, la expansión de la ciudad pobló y dio un uso social a la zona. Cerca del lugar en el que la madre de piedra dormía, fueron construidas áreas de ventas agropecuarias. La misma naturaleza, la bullente cercanía de la ciudad y el paso de las personas fueron removiendo los terrenos y la figura comenzó a aflorar, hasta que un tractor se dispuso a trazar un camino.
Luego de ser hallada, la escultura fue guardada durante 11 años, hasta que en 1996 fue entregada a la Iglesia local, el día de la creación de la nueva diócesis de Santa Clara. Tiempo después, la imagen marmórea de la Virgen María, inmaculada y en éxtasis —como una vez también la pintó Murillo—, fue emplazada en la entrada principal de la Catedral santaclareña, finalizando así su solitario y silencioso viaje de consagración.
Fotos: Lester Vila
domingo, 27 de marzo de 2011
viernes, 18 de marzo de 2011
Magia de amor, Rosita Fornés
Se abre un plano general, la luz sube, y un arpegio de cuerdas se abre como un telón de melodrama. Aparece la vedette; está de espaldas, abrazada toda por una chalina de plumas.
El público en el estudio aplaude y ella se vuelve al clamor. Es Rosa Fornés y canta una canción de Adolfo Guzmán: “Un mundo nuevo de ilusiones… que he soñado para ti…”. La misma Fornés más que una mujer es una ilusión en las pantallas de los televisores. Los cabellos muy rubios, fijados por la química; los ojos delineados, las pestañas reforzadas, recuerdan por momentos a dos mariposas nocturnas que aletean sobre la mirada intensa y dulce. Ella se ve segura, y va más allá. La cámara nos ofrece un gran primer plano y el rostro rubio llena la pantalla. No se necesita más. La canción de Guzmán es un tema sobre el encantamiento por amor y ella lo sabe. No interpreta la canción: Rosita Fornés se ha convertido en la atmósfera del tema, en su misma esencia. Crea desde sí una sensación de bienestar, un goce por la belleza embellecida y lo vuelca sobre los espectadores que no pueden apartar sus ojos de ella, como en un hechizo. Encantar es la victoria de los artistas.
Cuando era una niña descubrió lo que quería ser y desde muy joven lo supo hacer mucho y bien. Fue una artista probada en los escenarios teatrales, en zarzuelas y operetas...luego fue vedette —la Estrella— de grandes revistas musicales, dentro y fuera de su país. Actuó en la radio que era como decir en cada barrio del país. Las cámaras de cine y fotografía encontraron en ella la belleza ideal de una época y la supieron aprovechar. Luego vino la televisión que trajo la amplificación de su arte, la masividad de grandes shows, actuar, bailar y cantar canciones de moda en cada casa que pudiera contar con un televisor, todo desarrollado en una época en que ser una mujer del espectáculo podía entrañar más de un riesgo. Los tiempos cambiaron después y el país giró en un torbellino sin precedentes. Y la Fornés se alistó para participar intensamente en la nueva época. “Habrá un latir de corazones que te arrullen sin cesar…”. La capa de plumas oscuras es lanzada a un lado, y la artista baila libre por el set, presa de un suave frenesí. Ahora su belleza es absoluta: los hombros desnudos, redondos, el torso elegante, guantes claros y joyas que irradian en la luz de los reflectores. Después de recorrer los escenarios del mundo, la Fornés parece encontrar en los estudios de televisión un espacio ideal. Delante de las cámaras se mueve con soltura y los lentes potencian cada línea de su rostro. Su atracción es más intensa, va directo al corazón.
“Y así juntos vivir, y amar a plenitud…ignorando las traiciones y el dolor…” Quizás en ese momento algunos miraban con ojeriza lo que para otros era simplemente encanto. Siempre hubo piedras en los caminos. ¿Necesitaban los nuevos tiempos que comenzaban un ejemplar como Rosita Fornés? ¿Acaso aquellas maneras no era deudoras de una mentalidad profundamente burguesa que debía ser abolida? ¿Quizás los nuevos tiempos no demandaban austeridad y Rosita Fornés se había convertido en un mal ejemplo, en una rémora dañina del pasado? En el gran cambio algunos la cuestionaron, trataron de cerrarle el paso, soñaron con decomisarle las joyas, quemar sus vestidos.La vedette mantuvo la fe en el arte y continuó, ayudada por muchos que sí entendían lo que ella representaba y la apoyaron siempre. Rubia y glamorosa no podía ser más cubana, y marginarla era un crimen de lesa cultura. Por suerte, la Fornés es una mujer que siempre se ha sabido necesaria y, perseverante, evitó ser barrida por el vigor indetenible de la historia; tenía la certeza de que su arte era un derecho absoluto de todos, estaba convencida de la necesidad de la belleza halagadora, de la pulcritud y la elegancia en los buenos y en los malos tiempos.
Ella no era un producto creado para magnates americanos, sino que había sido formada trabajando en los teatros- sacrificada es la vida del teatro-, en géneros muy populares en los que los abanicos de plumas, las joyas y las bellas damas bañadas en lentejuelas más que un derroche son una necesidad. Heredera del gran espectáculo, Rosa Fornés ha demostrado que todo es válido si está sustentado por la verdad, si no es imitación. El resto son modas pasajeras.
Rosa Fornés ha sido desde hace más de medio siglo la embajadora entre nosotros de la magia escénica en el ámbito musical. Hasta ahora no ha aparecido otra figura de su tipo en el mundo del espectáculo cubano. Es que ella no ha sido solamente una beldad engalanada, sino que es, sobre todo, una persona sincera. Los cubanos la respetan y la quieren, no por bella, sino por buena. Y ese —quizás sea lo que alguna seguidora nunca entendió— no es el triunfo del glamoroso destello, sino la victoria de una esencia humana en su estado más noble. Hoy la vemos con sorpresa, aún dueña de una hermosura que nunca termina, ya menos dama de guantes blancos, pero con la belleza de las cosas verdaderas.
“Ven a mi mundo de ilusiones, y en mis brazos sentirás… la fantasía que te envuelve en la magia de este amor…” En la imagen televisiva -plateada por las décadas- la contemplamos ahora eternamente joven. Una ola cálida de ternura llega hasta nosotros desde sus ojos del pasado, que nos miran con franqueza, como si nos conociera desde siempre. Parece como si ella guardara para su público todo el cariño del mundo y nos lo estregara cuando extiende sus dos brazos hacia nosotros. Toda una vida de ilusiones nos ha ofrecido la artista, para salvarnos a su modo, para que no perdamos la capacidad de fantasear, de soñar con mujeres maravillosas que nunca existieron, dulces mentiras de luz y attrezzo que aún nos atraen, seductoras, a sus camerinos de quimera.
“…Dame un beso sin final para nunca despertar… (Desde su pantalla de plata, Rosita Fornés nos mira para siempre. Sonríe) …de este mundo… que he creado… para ti…”
El público en el estudio aplaude y ella se vuelve al clamor. Es Rosa Fornés y canta una canción de Adolfo Guzmán: “Un mundo nuevo de ilusiones… que he soñado para ti…”. La misma Fornés más que una mujer es una ilusión en las pantallas de los televisores. Los cabellos muy rubios, fijados por la química; los ojos delineados, las pestañas reforzadas, recuerdan por momentos a dos mariposas nocturnas que aletean sobre la mirada intensa y dulce. Ella se ve segura, y va más allá. La cámara nos ofrece un gran primer plano y el rostro rubio llena la pantalla. No se necesita más. La canción de Guzmán es un tema sobre el encantamiento por amor y ella lo sabe. No interpreta la canción: Rosita Fornés se ha convertido en la atmósfera del tema, en su misma esencia. Crea desde sí una sensación de bienestar, un goce por la belleza embellecida y lo vuelca sobre los espectadores que no pueden apartar sus ojos de ella, como en un hechizo. Encantar es la victoria de los artistas.
Cuando era una niña descubrió lo que quería ser y desde muy joven lo supo hacer mucho y bien. Fue una artista probada en los escenarios teatrales, en zarzuelas y operetas...luego fue vedette —la Estrella— de grandes revistas musicales, dentro y fuera de su país. Actuó en la radio que era como decir en cada barrio del país. Las cámaras de cine y fotografía encontraron en ella la belleza ideal de una época y la supieron aprovechar. Luego vino la televisión que trajo la amplificación de su arte, la masividad de grandes shows, actuar, bailar y cantar canciones de moda en cada casa que pudiera contar con un televisor, todo desarrollado en una época en que ser una mujer del espectáculo podía entrañar más de un riesgo. Los tiempos cambiaron después y el país giró en un torbellino sin precedentes. Y la Fornés se alistó para participar intensamente en la nueva época. “Habrá un latir de corazones que te arrullen sin cesar…”. La capa de plumas oscuras es lanzada a un lado, y la artista baila libre por el set, presa de un suave frenesí. Ahora su belleza es absoluta: los hombros desnudos, redondos, el torso elegante, guantes claros y joyas que irradian en la luz de los reflectores. Después de recorrer los escenarios del mundo, la Fornés parece encontrar en los estudios de televisión un espacio ideal. Delante de las cámaras se mueve con soltura y los lentes potencian cada línea de su rostro. Su atracción es más intensa, va directo al corazón.
“Y así juntos vivir, y amar a plenitud…ignorando las traiciones y el dolor…” Quizás en ese momento algunos miraban con ojeriza lo que para otros era simplemente encanto. Siempre hubo piedras en los caminos. ¿Necesitaban los nuevos tiempos que comenzaban un ejemplar como Rosita Fornés? ¿Acaso aquellas maneras no era deudoras de una mentalidad profundamente burguesa que debía ser abolida? ¿Quizás los nuevos tiempos no demandaban austeridad y Rosita Fornés se había convertido en un mal ejemplo, en una rémora dañina del pasado? En el gran cambio algunos la cuestionaron, trataron de cerrarle el paso, soñaron con decomisarle las joyas, quemar sus vestidos.La vedette mantuvo la fe en el arte y continuó, ayudada por muchos que sí entendían lo que ella representaba y la apoyaron siempre. Rubia y glamorosa no podía ser más cubana, y marginarla era un crimen de lesa cultura. Por suerte, la Fornés es una mujer que siempre se ha sabido necesaria y, perseverante, evitó ser barrida por el vigor indetenible de la historia; tenía la certeza de que su arte era un derecho absoluto de todos, estaba convencida de la necesidad de la belleza halagadora, de la pulcritud y la elegancia en los buenos y en los malos tiempos.
Ella no era un producto creado para magnates americanos, sino que había sido formada trabajando en los teatros- sacrificada es la vida del teatro-, en géneros muy populares en los que los abanicos de plumas, las joyas y las bellas damas bañadas en lentejuelas más que un derroche son una necesidad. Heredera del gran espectáculo, Rosa Fornés ha demostrado que todo es válido si está sustentado por la verdad, si no es imitación. El resto son modas pasajeras.
Rosa Fornés ha sido desde hace más de medio siglo la embajadora entre nosotros de la magia escénica en el ámbito musical. Hasta ahora no ha aparecido otra figura de su tipo en el mundo del espectáculo cubano. Es que ella no ha sido solamente una beldad engalanada, sino que es, sobre todo, una persona sincera. Los cubanos la respetan y la quieren, no por bella, sino por buena. Y ese —quizás sea lo que alguna seguidora nunca entendió— no es el triunfo del glamoroso destello, sino la victoria de una esencia humana en su estado más noble. Hoy la vemos con sorpresa, aún dueña de una hermosura que nunca termina, ya menos dama de guantes blancos, pero con la belleza de las cosas verdaderas.
“Ven a mi mundo de ilusiones, y en mis brazos sentirás… la fantasía que te envuelve en la magia de este amor…” En la imagen televisiva -plateada por las décadas- la contemplamos ahora eternamente joven. Una ola cálida de ternura llega hasta nosotros desde sus ojos del pasado, que nos miran con franqueza, como si nos conociera desde siempre. Parece como si ella guardara para su público todo el cariño del mundo y nos lo estregara cuando extiende sus dos brazos hacia nosotros. Toda una vida de ilusiones nos ha ofrecido la artista, para salvarnos a su modo, para que no perdamos la capacidad de fantasear, de soñar con mujeres maravillosas que nunca existieron, dulces mentiras de luz y attrezzo que aún nos atraen, seductoras, a sus camerinos de quimera.
“…Dame un beso sin final para nunca despertar… (Desde su pantalla de plata, Rosita Fornés nos mira para siempre. Sonríe) …de este mundo… que he creado… para ti…”
jueves, 10 de marzo de 2011
El puente del triunfo
Llegamos al puente cerca de la media noche. No lo habíamos planeado así. Realmente debíamos haber llegado al atardecer, pero no pudo ser. Llegamos al puente ya en lo oscuro y apenas había personas en el lugar. Quería volver a estar en él. Podía ser que con los años mi mente hubiera distorsionado su estructura férrea, la amplitud del río, la aguja de la iglesia entre el follaje de los árboles. Si mi mente lo había transformado todo, si hubiera aumentado, pulido, coloreado lo que nunca estuvo, era muy posible que lo demás recordado, los hechos, las personas, las historias, también fuera una mentira. Pero el puente estaba ahí, y el río ancho y undoso corría en silencio; el agudo campanario, exaltado por una luz astral, se erguía hacia el cielo.
Hacía casi 20 años que había estado en ese lugar. ¿El peor día de mi vida? No; pero sí un día triste. Me habían dicho que tenía que estar en el comité militar a las ocho de la mañana. Finalmente, había llegado el momento temido durante años. Pero era el tributo necesario, obligado. Como los jóvenes antiguos, desde la infancia había sido preparado en la idea de que ese era un compromiso ineludible: "cuando la patria llamaba había que acudir sin vacilar". Pero, sinceramente, en ese momento yo no pensaba ni en patrias, ni en llamados heroicos. Me preocupaba lo no deseado, lo desconocido que me absorbía sin darme posibilidad de escape. Mi madre me dijo un adiós apresurado y se fue para su oficina; aprovechó que nuestra vecina había venido a despedirse y se escabulló llorando. Yo no entendí esas lágrimas. Sabía que era un minuto triste pero, después de tres años de beca en una escuela en el campo, mi partida en esa mañana no me parecía un final para llorar, sino la continuación de mi “vida fuera de casa”.
En el comité militar –un lugar feo–esperaba una rastra de barandas bajas. Nosotros éramos tres. Conocía muy poco a mis compañeros, así que en aquella rastra hacia Cárdenas me sentía muy solo. Trataba de mostrarme optimista, pero mis acompañantes estaban más deprimidos que yo. Nada que hacer. Así nos alejamos de nuestra ciudad. Ese día, hasta el sol era oscuro, y desde el camión veíamos desfilar un paisaje desangrado por la crisis. El hambre se mecía en las ramas de los árboles, opacaba el color de la tierra. No había nada inspirador que me ayudara a enfrentar lo que tenía por delante.
Luego de mucho rodar, entramos en una ciudad que, hasta ese momento, y más allá de su nombre, desconocía. La rastra se detuvo en la zona militar del pueblo para recoger a sus muchachos llamados para el ejército. Como siempre he sido un antisocial, me molestó la invasión de los nuevos. Muchos de ellos estaban exaltados. ¿Es acaso la euforia remedio eficaz contra la angustia? Como pude, me arrebujé en mi rincón sucio, molesto por la algarabía que ya suplantaba nuestro autocompasivo silencio; apreté mi mochila contra el pecho y bajé los ojos, con miedo a ser descubierto.
Con la nueva carga de muchachos, el artefacto rodante avanzó un poco, pero varios metros más adelante, por alguna razón, se detuvo un par de minutos. El frescor del aire, la sensación de cielo abierto, me hizo levantar la cabeza. Con sorpresa, me vi de repente en uno de esos lugares dibujados por las tintas románticas, de esos que a veces solo conocemos en nuestros sueños. Estábamos detenidos sobre un puente y, por debajo, fluía un río ancho como nunca había visto. En mi ciudad natal no hay ríos. Los ríos de mi ciudad, en los que en otra época lavaban las mujeres y se bañaban los muchachos desnudos, desaparecieron hace décadas. En su lugar, quedaron unos enfermizos arroyuelos, como huellas tenues y malolientes de una pasada grandeza.
Por eso, la repentina visión de un río de verdad, ─el río que corre y se enverdece en la palabra río─ fue una revelación. Desde nuestro puente, el río trazaba una curva suave para correr bajo un puente mayor, casi imponente, cuyos herrajes se fundían con el follaje de los árboles. Por encima de las copas verdes, sobresalía la torre blanca de una iglesia de aires góticos. Una escultura religiosa coronaba la aguja, recortada sobre el cielo azul. La belleza de la imagen me abrió los sentidos, me despertó del marasmo. Como esas viejas pinturas de trazos impresionistas que, en pequeños lienzos, decoran los melancólicos saloncillos burgueses, el panorama ante mis ojos, claro y tangible, me transmitía a su vez un rumor de irrealidad, vibraciones de tiempo perdido, que latían en cada árbol, en cada piedra y reflejo, como una vida velada más allá de la vida.
Cuando el camión continuó su camino, no pude desviar la vista otra vez pues la pequeña ciudad robó para siempre mi atención, se me empozó en la mente. En el trazado perfecto de sus calles, en sus palacetes, y parques, que se me descubrían rápidos antes de volverse a alejar, encontré estructuras, motivos, escalas que había buscado en vano en mi propia ciudad. Un aura de dulce decadencia, esplendor sobreviviente, una atmósfera de ocaso. Me quedó sembrado el deseo de caminar esas calles, de conocerlas en lo profundo, porque desde el primer momento la supe mía. Todo era cuestión de tiempo. Estaba sembrada en mi camino a casa y en algún momento regresaría por ella.
Al dejar el lugar atrás, me di cuenta que ya estaba integrado a mis nuevos compañeros. En sus caras había encontrado el reflejo de mi propio ánimo, las mismas dudas, aprensiones y deseos. Ellos se parecían a su ciudad. En ellos me apoyaría, porque a partir de ese momento, y por dos años, seríamos la misma cosa. Y aunque mi tristeza no se fue, en ese momento cambió. Mi vida anterior se había acabado e iba hacia lo desconocido, quizás lo despiadado, pero también me asomaba por primera vez, y solo, al milagro del mundo. A una hora de mi casa, un pueblo, con un gran río, vivía sombreado por sus edificios palaciegos y entre los muchachos desconocidos, se reía y conversaba quien sería uno de mis mejores amigos. La vida era una promesa y yo iba hacia ella, libre, por primera vez.
Hace 20 años, el día que me convertí en soldado, llevé conmigo las lágrimas de mi madre. Hoy sé el porqué de su llanto. Ese fue el día de mi partida definitiva y ella lo sabía. Nunca más regresé a mi casa. En el camino que me alejó, como a todos, me esperaban lo bueno y lo malo. En las primeras horas aciagas del trayecto encontré la maravilla desconocida y deslumbrante. Y así se sucederían los hechos en la vida posterior.
Finalmente la ciudad fue mía. Era de noche cuando regresé al puente mayor sobre el río oscuro. Divisar la torre entre los árboles sombríos del invierno debilitó mis piernas. En la sensación de estar viviendo dentro de un sueño, la atmósfera extrañada de la noche se mezcló con la ansiedad y los recuerdos. Casi me aferro a mi compañero, hebra lúcida que me condujo de regreso, pero no lo hice.
En los días siguientes, me llevaron de la mano por las calles de la ciudad. Conocí sus espacios de lujo, y sus zonas de lenocinio. Ubiqué el palacio de una señorita que hizo a un príncipe claudicar del trono, el hotel en el que durmió el poeta español obsesionado con la luna, y el otro hotel, más antiguo, en el que se asomó, ya envejecida, una legendaria actriz europea. La casa modesta donde nació un gran pintor declinaba en una callecilla oscura. En su interior mortecino, una anciana cosía en silencio. Un poco más profundo, un barrio mágico vivía acosado por duendes fantásticos que traen la muerte. De mi acompañante supe de los muchos benefactores que hicieron crecer a la ciudad desafiando todo por ella, de la bonanza del antiguo puerto fluvial y de barcos de vapor que viajaban por el río, en el que por momentos, para avanzar, se navegaba en retroceso.
También supe de crisis y de hambres. Admiré la belleza serena de la iglesia principal, alzada en el centro de un parque celebrado por poetas y escritores. Una mano me mostró el cielo estrellado que fue el primero de nuestra poesía, mientras que campanas marcaban las horas en el aire.
Una tarde mi compañero de viaje trató de devolverme la visión deslumbrante. Pero el puente pequeño, en el que aquel mediodía se detuvo la rastra cargada de muchachos tristes, había sido barrido por el río desbordado de un ciclón. Aún buscamos la rivera más próxima al lugar. Allí estaba el mismo panorama, sin grandes transformaciones, preservado para mí. Con la visión, se redibujaron personas recordadas, nombres y hechos vividos desde ese primer día en mi vida y en los años que lo siguieron. Un abrazo ante el paisaje recuperado me confirmó el beneficio de existir. Luego de unos minutos nos alejamos en silencio del lugar. Cuando la noche terminó de caer, nosotros aún sonreíamos.
La vida es dulce y buena todavía.
Fotos: Maykel González Vivero y Lester Vila
Hacía casi 20 años que había estado en ese lugar. ¿El peor día de mi vida? No; pero sí un día triste. Me habían dicho que tenía que estar en el comité militar a las ocho de la mañana. Finalmente, había llegado el momento temido durante años. Pero era el tributo necesario, obligado. Como los jóvenes antiguos, desde la infancia había sido preparado en la idea de que ese era un compromiso ineludible: "cuando la patria llamaba había que acudir sin vacilar". Pero, sinceramente, en ese momento yo no pensaba ni en patrias, ni en llamados heroicos. Me preocupaba lo no deseado, lo desconocido que me absorbía sin darme posibilidad de escape. Mi madre me dijo un adiós apresurado y se fue para su oficina; aprovechó que nuestra vecina había venido a despedirse y se escabulló llorando. Yo no entendí esas lágrimas. Sabía que era un minuto triste pero, después de tres años de beca en una escuela en el campo, mi partida en esa mañana no me parecía un final para llorar, sino la continuación de mi “vida fuera de casa”.
En el comité militar –un lugar feo–esperaba una rastra de barandas bajas. Nosotros éramos tres. Conocía muy poco a mis compañeros, así que en aquella rastra hacia Cárdenas me sentía muy solo. Trataba de mostrarme optimista, pero mis acompañantes estaban más deprimidos que yo. Nada que hacer. Así nos alejamos de nuestra ciudad. Ese día, hasta el sol era oscuro, y desde el camión veíamos desfilar un paisaje desangrado por la crisis. El hambre se mecía en las ramas de los árboles, opacaba el color de la tierra. No había nada inspirador que me ayudara a enfrentar lo que tenía por delante.
Luego de mucho rodar, entramos en una ciudad que, hasta ese momento, y más allá de su nombre, desconocía. La rastra se detuvo en la zona militar del pueblo para recoger a sus muchachos llamados para el ejército. Como siempre he sido un antisocial, me molestó la invasión de los nuevos. Muchos de ellos estaban exaltados. ¿Es acaso la euforia remedio eficaz contra la angustia? Como pude, me arrebujé en mi rincón sucio, molesto por la algarabía que ya suplantaba nuestro autocompasivo silencio; apreté mi mochila contra el pecho y bajé los ojos, con miedo a ser descubierto.
Con la nueva carga de muchachos, el artefacto rodante avanzó un poco, pero varios metros más adelante, por alguna razón, se detuvo un par de minutos. El frescor del aire, la sensación de cielo abierto, me hizo levantar la cabeza. Con sorpresa, me vi de repente en uno de esos lugares dibujados por las tintas románticas, de esos que a veces solo conocemos en nuestros sueños. Estábamos detenidos sobre un puente y, por debajo, fluía un río ancho como nunca había visto. En mi ciudad natal no hay ríos. Los ríos de mi ciudad, en los que en otra época lavaban las mujeres y se bañaban los muchachos desnudos, desaparecieron hace décadas. En su lugar, quedaron unos enfermizos arroyuelos, como huellas tenues y malolientes de una pasada grandeza.
Por eso, la repentina visión de un río de verdad, ─el río que corre y se enverdece en la palabra río─ fue una revelación. Desde nuestro puente, el río trazaba una curva suave para correr bajo un puente mayor, casi imponente, cuyos herrajes se fundían con el follaje de los árboles. Por encima de las copas verdes, sobresalía la torre blanca de una iglesia de aires góticos. Una escultura religiosa coronaba la aguja, recortada sobre el cielo azul. La belleza de la imagen me abrió los sentidos, me despertó del marasmo. Como esas viejas pinturas de trazos impresionistas que, en pequeños lienzos, decoran los melancólicos saloncillos burgueses, el panorama ante mis ojos, claro y tangible, me transmitía a su vez un rumor de irrealidad, vibraciones de tiempo perdido, que latían en cada árbol, en cada piedra y reflejo, como una vida velada más allá de la vida.
Cuando el camión continuó su camino, no pude desviar la vista otra vez pues la pequeña ciudad robó para siempre mi atención, se me empozó en la mente. En el trazado perfecto de sus calles, en sus palacetes, y parques, que se me descubrían rápidos antes de volverse a alejar, encontré estructuras, motivos, escalas que había buscado en vano en mi propia ciudad. Un aura de dulce decadencia, esplendor sobreviviente, una atmósfera de ocaso. Me quedó sembrado el deseo de caminar esas calles, de conocerlas en lo profundo, porque desde el primer momento la supe mía. Todo era cuestión de tiempo. Estaba sembrada en mi camino a casa y en algún momento regresaría por ella.
Al dejar el lugar atrás, me di cuenta que ya estaba integrado a mis nuevos compañeros. En sus caras había encontrado el reflejo de mi propio ánimo, las mismas dudas, aprensiones y deseos. Ellos se parecían a su ciudad. En ellos me apoyaría, porque a partir de ese momento, y por dos años, seríamos la misma cosa. Y aunque mi tristeza no se fue, en ese momento cambió. Mi vida anterior se había acabado e iba hacia lo desconocido, quizás lo despiadado, pero también me asomaba por primera vez, y solo, al milagro del mundo. A una hora de mi casa, un pueblo, con un gran río, vivía sombreado por sus edificios palaciegos y entre los muchachos desconocidos, se reía y conversaba quien sería uno de mis mejores amigos. La vida era una promesa y yo iba hacia ella, libre, por primera vez.
Hace 20 años, el día que me convertí en soldado, llevé conmigo las lágrimas de mi madre. Hoy sé el porqué de su llanto. Ese fue el día de mi partida definitiva y ella lo sabía. Nunca más regresé a mi casa. En el camino que me alejó, como a todos, me esperaban lo bueno y lo malo. En las primeras horas aciagas del trayecto encontré la maravilla desconocida y deslumbrante. Y así se sucederían los hechos en la vida posterior.
Finalmente la ciudad fue mía. Era de noche cuando regresé al puente mayor sobre el río oscuro. Divisar la torre entre los árboles sombríos del invierno debilitó mis piernas. En la sensación de estar viviendo dentro de un sueño, la atmósfera extrañada de la noche se mezcló con la ansiedad y los recuerdos. Casi me aferro a mi compañero, hebra lúcida que me condujo de regreso, pero no lo hice.
En los días siguientes, me llevaron de la mano por las calles de la ciudad. Conocí sus espacios de lujo, y sus zonas de lenocinio. Ubiqué el palacio de una señorita que hizo a un príncipe claudicar del trono, el hotel en el que durmió el poeta español obsesionado con la luna, y el otro hotel, más antiguo, en el que se asomó, ya envejecida, una legendaria actriz europea. La casa modesta donde nació un gran pintor declinaba en una callecilla oscura. En su interior mortecino, una anciana cosía en silencio. Un poco más profundo, un barrio mágico vivía acosado por duendes fantásticos que traen la muerte. De mi acompañante supe de los muchos benefactores que hicieron crecer a la ciudad desafiando todo por ella, de la bonanza del antiguo puerto fluvial y de barcos de vapor que viajaban por el río, en el que por momentos, para avanzar, se navegaba en retroceso.
También supe de crisis y de hambres. Admiré la belleza serena de la iglesia principal, alzada en el centro de un parque celebrado por poetas y escritores. Una mano me mostró el cielo estrellado que fue el primero de nuestra poesía, mientras que campanas marcaban las horas en el aire.
Una tarde mi compañero de viaje trató de devolverme la visión deslumbrante. Pero el puente pequeño, en el que aquel mediodía se detuvo la rastra cargada de muchachos tristes, había sido barrido por el río desbordado de un ciclón. Aún buscamos la rivera más próxima al lugar. Allí estaba el mismo panorama, sin grandes transformaciones, preservado para mí. Con la visión, se redibujaron personas recordadas, nombres y hechos vividos desde ese primer día en mi vida y en los años que lo siguieron. Un abrazo ante el paisaje recuperado me confirmó el beneficio de existir. Luego de unos minutos nos alejamos en silencio del lugar. Cuando la noche terminó de caer, nosotros aún sonreíamos.
La vida es dulce y buena todavía.
Fotos: Maykel González Vivero y Lester Vila
miércoles, 9 de marzo de 2011
Una hora de descanso
Se escucha el timbre y el último turno de ensayos de la mañana ha terminado. Ha llegado la hora del almuerzo en el Ballet Nacional de Cuba. Es solo una hora antes de comenzar con la sesión de la tarde.
Los bailarines de la compañía, la gran mayoría muchachas y muchachos que no sobrepasan los 25 años, aprovechan estas horas para descansar. Los salones han quedado vacíos. Todos han bajado y se han movido hacia el comedor o hacia las cafeterías cercanas para almorzar. Desorden de tules, bolsos, ropa deportiva y zapatillas. Las piernas estiradas, los pies descalzos…
Está cercana una gira por Europa y el trabajo es más intenso. No hay turnos libres. Casi todos tienen sus horarios establecidos y nadie se puede marchar.
Algunos discuten sobre la última película estrenada. Un bailarín, lejos de todo bullicio, lee un libro en un apartado rincón del jardín.
Ha pasado la mitad de la jornada de un día de trabajo en el Ballet. Comenzaron con la clase diaria, luego vinieron los ensayos.
En la parte trasera del edificio está el comedor. A la una y media de la tarde se llena de bailarines. Poco a poco hacen la fila, cogen su ticket, y luego almuerzan.
Mientras esto ocurre, en la planta superior, algunos bailarines, esperando que el comedor se vacíe un poco para almorzar tranquilos, han subido al departamento de vestuario a probarse la ropa con la que bailarán en las siguientes funciones. Las costureras entallan rápido, los viejos alfileres atraviesan telas de colores, ajustan los rasos a los cuerpos. Un grupo de muchachos vocean desde abajo y uno de los bailarines que se entallan sale a la terraza, vestido de cortesano, y le pide a los impacientes que por favor lo esperen un minuto más, que ya está terminando y que no almuercen sin él. Una niña que pasa por la calle, de la mano de su abuela, ve la escena: la imagen del príncipe adolescente asomado al balcón se le quedará grabada en su memoria, y quizás, años después, cuente con emoción sobre el primer día en que descubrió la belleza.
En la enfermería, una bailarina se da corriente en las piernas. Iba a debutar como solista en la próxima temporada, comenzaba a destacarse en el cuerpo de baile, y de repente en un ensayo ha sufrido una lesión en la rodilla: todo lo que prometía el futuro puede diluirse como humo en la atmósfera cargada de un salón de ballet. Tiene que estar bien para las funciones, piensa una y otra vez, obsesionada: tiene que reintegrarse a los ensayos, ponerse en buena forma; tiene que trabajar y trabajar hasta perder las fuerzas, tiene que bailar por encima de cualquier dolor, y subir a escena y demostrar su valía. Toda la vida ha luchado por ello y no puede detenerse ahora que está a punto de comenzar a lograrlo. A su lado, un amigo trata de consolarla de todas las maneras posibles, le pinta un futuro luminoso de éxitos y reconocimientos, coreografías que estrenar, países que visitar. Pero la bailarina de la rodilla rota ni siquiera sonríe. Ella sabe que la lesión no sanará antes de las funciones y que sus sueños inmediatos van quedando atrás. Ya tacharon su nombre en el elenco de la próxima temporada. En su lugar han puesto el nombre de otra muchacha, más joven, de condiciones brillantes. La bailarina no puede sonreír. El deseo frustrado va fundando un callado rencor.
Afuera, unas notas musicales comienzan a inundar las estancias de la compañía. Un bailarín ha entrado al salón blanco y se ha sentado al piano. Con dedos torpes pero seguros evoca las notas de una canción tradicional cubana. Su ceño fruncido denota preocupación. Solo quiere que el tiempo corra para poder llegar a su casa. Cuando está trabajando el esfuerzo no le permite pensar en su madre enferma pero, en esta hora de laxitud la preocupación no lo abandona. La música alivia y ayuda a seguir. En la compañía se ha hecho silencio y las notas de Dos gardenias salen del salón y se deslizan por los pasillos, se disipan en el patio.
Una bailarina sale al portal de la casona; busca a su novio que se la ha desaparecido. Por su ropa de trabajo se puede presuponer que su próximo ensayo será un ballet de aliento romántico, de seguro Giselle, que está programado para la siguiente temporada. Un muchacho delgado, vestido de negro, cruza la calle a saltos y llega hasta la bailarina. El novio viene de comprar cigarros. Ella lo mira con molestia y sin decir palabras da media vuelta y entra en el edificio, seguida fielmente por su enamorado.
Muchos otros han salido a resolver asuntos personales, otros se han ubicado donde pueden, en el sofá, en las butacas, otros, juegan a las cartas sentados en el suelo. Conversan y ríen. Otros simplemente duermen refugiados en algún regazo amigo.
Se escucha el timbre. Todo vuelve a comenzar, hasta que caiga la tarde.
Fotos: José Raúl Mazorra
Los bailarines de la compañía, la gran mayoría muchachas y muchachos que no sobrepasan los 25 años, aprovechan estas horas para descansar. Los salones han quedado vacíos. Todos han bajado y se han movido hacia el comedor o hacia las cafeterías cercanas para almorzar. Desorden de tules, bolsos, ropa deportiva y zapatillas. Las piernas estiradas, los pies descalzos…
Está cercana una gira por Europa y el trabajo es más intenso. No hay turnos libres. Casi todos tienen sus horarios establecidos y nadie se puede marchar.
Algunos discuten sobre la última película estrenada. Un bailarín, lejos de todo bullicio, lee un libro en un apartado rincón del jardín.
Ha pasado la mitad de la jornada de un día de trabajo en el Ballet. Comenzaron con la clase diaria, luego vinieron los ensayos.
En la parte trasera del edificio está el comedor. A la una y media de la tarde se llena de bailarines. Poco a poco hacen la fila, cogen su ticket, y luego almuerzan.
Mientras esto ocurre, en la planta superior, algunos bailarines, esperando que el comedor se vacíe un poco para almorzar tranquilos, han subido al departamento de vestuario a probarse la ropa con la que bailarán en las siguientes funciones. Las costureras entallan rápido, los viejos alfileres atraviesan telas de colores, ajustan los rasos a los cuerpos. Un grupo de muchachos vocean desde abajo y uno de los bailarines que se entallan sale a la terraza, vestido de cortesano, y le pide a los impacientes que por favor lo esperen un minuto más, que ya está terminando y que no almuercen sin él. Una niña que pasa por la calle, de la mano de su abuela, ve la escena: la imagen del príncipe adolescente asomado al balcón se le quedará grabada en su memoria, y quizás, años después, cuente con emoción sobre el primer día en que descubrió la belleza.
En la enfermería, una bailarina se da corriente en las piernas. Iba a debutar como solista en la próxima temporada, comenzaba a destacarse en el cuerpo de baile, y de repente en un ensayo ha sufrido una lesión en la rodilla: todo lo que prometía el futuro puede diluirse como humo en la atmósfera cargada de un salón de ballet. Tiene que estar bien para las funciones, piensa una y otra vez, obsesionada: tiene que reintegrarse a los ensayos, ponerse en buena forma; tiene que trabajar y trabajar hasta perder las fuerzas, tiene que bailar por encima de cualquier dolor, y subir a escena y demostrar su valía. Toda la vida ha luchado por ello y no puede detenerse ahora que está a punto de comenzar a lograrlo. A su lado, un amigo trata de consolarla de todas las maneras posibles, le pinta un futuro luminoso de éxitos y reconocimientos, coreografías que estrenar, países que visitar. Pero la bailarina de la rodilla rota ni siquiera sonríe. Ella sabe que la lesión no sanará antes de las funciones y que sus sueños inmediatos van quedando atrás. Ya tacharon su nombre en el elenco de la próxima temporada. En su lugar han puesto el nombre de otra muchacha, más joven, de condiciones brillantes. La bailarina no puede sonreír. El deseo frustrado va fundando un callado rencor.
Afuera, unas notas musicales comienzan a inundar las estancias de la compañía. Un bailarín ha entrado al salón blanco y se ha sentado al piano. Con dedos torpes pero seguros evoca las notas de una canción tradicional cubana. Su ceño fruncido denota preocupación. Solo quiere que el tiempo corra para poder llegar a su casa. Cuando está trabajando el esfuerzo no le permite pensar en su madre enferma pero, en esta hora de laxitud la preocupación no lo abandona. La música alivia y ayuda a seguir. En la compañía se ha hecho silencio y las notas de Dos gardenias salen del salón y se deslizan por los pasillos, se disipan en el patio.
Una bailarina sale al portal de la casona; busca a su novio que se la ha desaparecido. Por su ropa de trabajo se puede presuponer que su próximo ensayo será un ballet de aliento romántico, de seguro Giselle, que está programado para la siguiente temporada. Un muchacho delgado, vestido de negro, cruza la calle a saltos y llega hasta la bailarina. El novio viene de comprar cigarros. Ella lo mira con molestia y sin decir palabras da media vuelta y entra en el edificio, seguida fielmente por su enamorado.
Muchos otros han salido a resolver asuntos personales, otros se han ubicado donde pueden, en el sofá, en las butacas, otros, juegan a las cartas sentados en el suelo. Conversan y ríen. Otros simplemente duermen refugiados en algún regazo amigo.
Se escucha el timbre. Todo vuelve a comenzar, hasta que caiga la tarde.
Fotos: José Raúl Mazorra
domingo, 6 de marzo de 2011
Cementerios
Siempre le tuve miedo a los cementerios. De niño nunca creí en fantasmas, jamás temí de los muertos. Pero le tenía miedo a los cementerios porque las esculturas sí me espantaban. Me estremecía la idea de que un ángel de piedra girara su cabeza y siguiera mi paso con sus ojos velados. Y como uno disfruta ese vértigo placentero del miedo fundado por la imaginación, siempre me gustó caminar por un cementerio lleno de ángeles. Por supuesto que mi preferido siempre fue el Cementerio Cristobal Colón de La Habana, que posee una de las colecciones de monumentos funerarios más valiosas del mundo.
Mi padre me llevaba de niño al cementerio para que yo conociera un museo diferente, para descubrir entre los mausoleos las tumbas de los héroes y la de los artistas que ahí descansan. Y yo no perdía el temor ante tanta figura quejosa. Al pasar ante el imponente monumento a los bomberos cerraba los ojos y mis padres me tenían que avisar cuando lo dejábamos atrás. Con los años, la pesadilla de que una de aquellas alegorías extendiera su brazo y me atrapara con su gran mano marmórea fue cediendo paso a la admiración por el arte de quienes supieron animar un bloques de piedra.
Durante años en ese lugar, artistas cubanos, españoles e italianos respondieron al encargo de familias pudientes e instituciones sociales para esculpir las figuras que poetizaran el lecho de sus muertos. Cristos ascendentes, dolorosas veladas, ángeles solitarios, cabizbajos, o que se posan sobre pedestales, luego de un áureo vuelo.
Apelando a las más variadas tendencias artísticas, desde el neogótico, hasta el racionalismo, pasando por el art nouveau y el art deco, los escultores y arquitectos dotaron a este parque de un rostro distinguido entre los otros de su tipo. Por doquier se transpira arte y sensibilidad: La belleza de unas manos, la línea suave de los cuellos que se inclinan con piedad, o de los brazos que caen resignados, el viento invisible que pliega las túnicas, el plumaje pétreo de las alas, son obras de arte en muchos casos. Incluso hay muchos ángeles realizados en producciones industriales del negocio funerario que ofrecen una imagen de paz y beatitud tan convincente que, aunque seriada, conmueve.
El tiempo ha dando cuenta de algunas de estas figuras y panteones. Están faltando algunas alas, se han perdido algunas manos, incluso algunas cabezas han desaparecido. Para los temperamentos románticos una escultura porosa y ennegrecida tiene valores extras. Pueden ser poéticas las decadentes señales que anuncian la destrucción, pero la pérdida de lo bello es algo muy doloroso.
Caminar por el cementerio de Colón, sobre todo si es un día nublado, puede ser una manera de encontrar la paz en medio del caos en que vivimos. El silencio ayuda a pensar y recomponer. Nunca estaremos solos porque las estatuas nos acompañarán, pero sin perturbar nuestros pensamientos. Uno puede salir de su vida para verla de lejos y pensar en ella.
El día pasa más lento, y la cercanía de la noche cubre el lugar con una atmósfera rara, cada vez más lejana, en medio de la ciudad. Casi todos prefieren irse antes de que esto comience a suceder. Las supersticiones no aconsejan permanecer en los camposantos cuando se va el sol. Un amigo me cuenta que cuando era niño atravesaba de noche el cementerio para hacer más corto el camino hacia su casa. La idea me admira y me estremece. Pienso en las esculturas grises de la muerte, alzadas en la penumbra, con sus ojos ciegos y su queja eterna. Incluso a veces, caminando de noche por el exterior de la necrópolis, temo mirar hacia adentro. Y no me acobarda que un cadáver estire su descarnado brazo entre los barrotes para pedir una clemencia final. Lo que me intimida es la idea de descubrir a un ser claro como el mármol volando de un lado a otro, ligero y silencioso, en la oscuridad nocturna del cementerio.
Imágenes: Cementerio de Colón. Fotos: Yuris Nórido
Mi padre me llevaba de niño al cementerio para que yo conociera un museo diferente, para descubrir entre los mausoleos las tumbas de los héroes y la de los artistas que ahí descansan. Y yo no perdía el temor ante tanta figura quejosa. Al pasar ante el imponente monumento a los bomberos cerraba los ojos y mis padres me tenían que avisar cuando lo dejábamos atrás. Con los años, la pesadilla de que una de aquellas alegorías extendiera su brazo y me atrapara con su gran mano marmórea fue cediendo paso a la admiración por el arte de quienes supieron animar un bloques de piedra.
Durante años en ese lugar, artistas cubanos, españoles e italianos respondieron al encargo de familias pudientes e instituciones sociales para esculpir las figuras que poetizaran el lecho de sus muertos. Cristos ascendentes, dolorosas veladas, ángeles solitarios, cabizbajos, o que se posan sobre pedestales, luego de un áureo vuelo.
Apelando a las más variadas tendencias artísticas, desde el neogótico, hasta el racionalismo, pasando por el art nouveau y el art deco, los escultores y arquitectos dotaron a este parque de un rostro distinguido entre los otros de su tipo. Por doquier se transpira arte y sensibilidad: La belleza de unas manos, la línea suave de los cuellos que se inclinan con piedad, o de los brazos que caen resignados, el viento invisible que pliega las túnicas, el plumaje pétreo de las alas, son obras de arte en muchos casos. Incluso hay muchos ángeles realizados en producciones industriales del negocio funerario que ofrecen una imagen de paz y beatitud tan convincente que, aunque seriada, conmueve.
El tiempo ha dando cuenta de algunas de estas figuras y panteones. Están faltando algunas alas, se han perdido algunas manos, incluso algunas cabezas han desaparecido. Para los temperamentos románticos una escultura porosa y ennegrecida tiene valores extras. Pueden ser poéticas las decadentes señales que anuncian la destrucción, pero la pérdida de lo bello es algo muy doloroso.
Caminar por el cementerio de Colón, sobre todo si es un día nublado, puede ser una manera de encontrar la paz en medio del caos en que vivimos. El silencio ayuda a pensar y recomponer. Nunca estaremos solos porque las estatuas nos acompañarán, pero sin perturbar nuestros pensamientos. Uno puede salir de su vida para verla de lejos y pensar en ella.
El día pasa más lento, y la cercanía de la noche cubre el lugar con una atmósfera rara, cada vez más lejana, en medio de la ciudad. Casi todos prefieren irse antes de que esto comience a suceder. Las supersticiones no aconsejan permanecer en los camposantos cuando se va el sol. Un amigo me cuenta que cuando era niño atravesaba de noche el cementerio para hacer más corto el camino hacia su casa. La idea me admira y me estremece. Pienso en las esculturas grises de la muerte, alzadas en la penumbra, con sus ojos ciegos y su queja eterna. Incluso a veces, caminando de noche por el exterior de la necrópolis, temo mirar hacia adentro. Y no me acobarda que un cadáver estire su descarnado brazo entre los barrotes para pedir una clemencia final. Lo que me intimida es la idea de descubrir a un ser claro como el mármol volando de un lado a otro, ligero y silencioso, en la oscuridad nocturna del cementerio.
Imágenes: Cementerio de Colón. Fotos: Yuris Nórido
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