domingo, 6 de marzo de 2011

Cementerios

Siempre le tuve miedo a los cementerios. De niño nunca creí en fantasmas, jamás temí de los muertos. Pero le tenía miedo a los cementerios porque las esculturas sí me espantaban. Me estremecía la idea de que un ángel de piedra girara su cabeza y siguiera mi paso con sus ojos velados. Y como uno disfruta ese vértigo placentero del miedo fundado por la imaginación, siempre me gustó caminar por un cementerio lleno de ángeles. Por supuesto que mi preferido siempre fue el Cementerio Cristobal Colón de La Habana, que posee una de las colecciones de monumentos funerarios más valiosas del mundo.

Mi padre me llevaba de niño al cementerio para que yo conociera un museo diferente, para descubrir entre los mausoleos las tumbas de los héroes y la de los artistas que ahí descansan. Y yo no perdía el temor ante tanta figura quejosa. Al pasar ante el imponente monumento a los bomberos cerraba los ojos y mis padres me tenían que avisar cuando lo dejábamos atrás. Con los años, la pesadilla de que una de aquellas alegorías extendiera su brazo y me atrapara con su gran mano marmórea fue cediendo paso a la admiración por el arte de quienes supieron animar un bloques de piedra.

Durante años en ese lugar, artistas cubanos, españoles e italianos respondieron al encargo de familias pudientes e instituciones sociales para esculpir las figuras que poetizaran el lecho de sus muertos. Cristos ascendentes, dolorosas veladas, ángeles solitarios, cabizbajos, o que se posan sobre pedestales, luego de un áureo vuelo.

Apelando a las más variadas tendencias artísticas, desde el neogótico, hasta el racionalismo, pasando por el art nouveau y el art deco, los escultores y arquitectos dotaron a este parque de un rostro distinguido entre los otros de su tipo. Por doquier se transpira arte y sensibilidad: La belleza de unas manos, la línea suave de los cuellos que se inclinan con piedad, o de los brazos que caen resignados, el viento invisible que pliega las túnicas, el plumaje pétreo de las alas, son obras de arte en muchos casos. Incluso hay muchos ángeles realizados en producciones industriales del negocio funerario que ofrecen una imagen de paz y beatitud tan convincente que, aunque seriada, conmueve.

El tiempo ha dando cuenta de algunas de estas figuras y panteones. Están faltando algunas alas, se han perdido algunas manos, incluso algunas cabezas han desaparecido. Para los temperamentos románticos una escultura porosa y ennegrecida tiene valores extras. Pueden ser poéticas las decadentes señales que anuncian la destrucción, pero la pérdida de lo bello es algo muy doloroso.

Caminar por el cementerio de Colón, sobre todo si es un día nublado, puede ser una manera de encontrar la paz en medio del caos en que vivimos. El silencio ayuda a pensar y recomponer. Nunca estaremos solos porque las estatuas nos acompañarán, pero sin perturbar nuestros pensamientos. Uno puede salir de su vida para verla de lejos y pensar en ella.

El día pasa más lento, y la cercanía de la noche cubre el lugar con una atmósfera rara, cada vez más lejana, en medio de la ciudad. Casi todos prefieren irse antes de que esto comience a suceder. Las supersticiones no aconsejan permanecer en los camposantos cuando se va el sol. Un amigo me cuenta que cuando era niño atravesaba de noche el cementerio para hacer más corto el camino hacia su casa. La idea me admira y me estremece. Pienso en las esculturas grises de la muerte, alzadas en la penumbra, con sus ojos ciegos y su queja eterna. Incluso a veces, caminando de noche por el exterior de la necrópolis, temo mirar hacia adentro. Y no me acobarda que un cadáver estire su descarnado brazo entre los barrotes para pedir una clemencia final. Lo que me intimida es la idea de descubrir a un ser claro como el mármol volando de un lado a otro, ligero y silencioso, en la oscuridad nocturna del cementerio.

Imágenes: Cementerio de Colón. Fotos: Yuris Nórido

3 comentarios:

  1. Exquisitos, el texto y las fotos. ¿Sabes, Lester, qué me gusta más a mí de los cementerios? Los nombres. Me gustan más los nombres que las estatuas. Me gusta leer los nombres en las tumbas, imaginar las atribuladas o felices vidas de esos desconocidos. En Colón, en particular, me gustan los viejos nombres cubanos, cada vez más distintos de los nuestros, los sonoros apellidos españoles que son ya una rareza entre nosotros, los largos nombres capitulares de los antiguos habaneros. Un abrazo para los dos, escritor y fotógrafo. J.O.

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  2. Que lindo, Lester... estás hecho un poeta...

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  3. Accidentalmente he incursionado en tu blog y encontre este relato con el cual me identifico sobretodo con la imagen de caminar con los ojos cerrados ante el monumento a los bomberos. No estoy seguro de haberlo hecho exactamente tal cual lo describes con tanta vehemencia, pero trajo a mi mente alguna experiencia similar que se pierde en el recuerdo.
    Yo asisti por primera vez al Cementerio de Colon a la edad de 6 anos cuando murio el padre de algun companero mio que nunca supe quien era. Los curas del colegio al que asitiamos nos llevaron al entierro y por ser yo de los mas pequenos me toco estar delante en la fila, junto al borde de la boveda donde hicieron descender el feretro sostenido por cintas.
    No se por que siempre asocio esa imagen con la tumba de los bomberos, pienso que ocurrio muy cerca de ella y que camine junto a la cerca que delimita el area de la misma.
    Aunque suena tetrico, en realidad ese primer contacto con la muerte me sirvio en lo sucesivo para asumirla como algo natural.
    Te felicito por el relato y por las fotos.
    JG SOLARES

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