miércoles, 9 de marzo de 2011

Una hora de descanso

Se escucha el timbre y el último turno de ensayos de la mañana ha terminado. Ha llegado la hora del almuerzo en el Ballet Nacional de Cuba. Es solo una hora antes de comenzar con la sesión de la tarde.

Los bailarines de la compañía, la gran mayoría muchachas y muchachos que no sobrepasan los 25 años, aprovechan estas horas para descansar. Los salones han quedado vacíos. Todos han bajado y se han movido hacia el comedor o hacia las cafeterías cercanas para almorzar. Desorden de tules, bolsos, ropa deportiva y zapatillas. Las piernas estiradas, los pies descalzos…

Está cercana una gira por Europa y el trabajo es más intenso. No hay turnos libres. Casi todos tienen sus horarios establecidos y nadie se puede marchar.

Algunos discuten sobre la última película estrenada. Un bailarín, lejos de todo bullicio, lee un libro en un apartado rincón del jardín.

Ha pasado la mitad de la jornada de un día de trabajo en el Ballet. Comenzaron con la clase diaria, luego vinieron los ensayos.

En la parte trasera del edificio está el comedor. A la una y media de la tarde se llena de bailarines. Poco a poco hacen la fila, cogen su ticket, y luego almuerzan.

Mientras esto ocurre, en la planta superior, algunos bailarines, esperando que el comedor se vacíe un poco para almorzar tranquilos, han subido al departamento de vestuario a probarse la ropa con la que bailarán en las siguientes funciones. Las costureras entallan rápido, los viejos alfileres atraviesan telas de colores, ajustan los rasos a los cuerpos. Un grupo de muchachos vocean desde abajo y uno de los bailarines que se entallan sale a la terraza, vestido de cortesano, y le pide a los impacientes que por favor lo esperen un minuto más, que ya está terminando y que no almuercen sin él. Una niña que pasa por la calle, de la mano de su abuela, ve la escena: la imagen del príncipe adolescente asomado al balcón se le quedará grabada en su memoria, y quizás, años después, cuente con emoción sobre el primer día en que descubrió la belleza.

En la enfermería, una bailarina se da corriente en las piernas. Iba a debutar como solista en la próxima temporada, comenzaba a destacarse en el cuerpo de baile, y de repente en un ensayo ha sufrido una lesión en la rodilla: todo lo que prometía el futuro puede diluirse como humo en la atmósfera cargada de un salón de ballet. Tiene que estar bien para las funciones, piensa una y otra vez, obsesionada: tiene que reintegrarse a los ensayos, ponerse en buena forma; tiene que trabajar y trabajar hasta perder las fuerzas, tiene que bailar por encima de cualquier dolor, y subir a escena y demostrar su valía. Toda la vida ha luchado por ello y no puede detenerse ahora que está a punto de comenzar a lograrlo. A su lado, un amigo trata de consolarla de todas las maneras posibles, le pinta un futuro luminoso de éxitos y reconocimientos, coreografías que estrenar, países que visitar. Pero la bailarina de la rodilla rota ni siquiera sonríe. Ella sabe que la lesión no sanará antes de las funciones y que sus sueños inmediatos van quedando atrás. Ya tacharon su nombre en el elenco de la próxima temporada. En su lugar han puesto el nombre de otra muchacha, más joven, de condiciones brillantes. La bailarina no puede sonreír. El deseo frustrado va fundando un callado rencor.

Afuera, unas notas musicales comienzan a inundar las estancias de la compañía. Un bailarín ha entrado al salón blanco y se ha sentado al piano. Con dedos torpes pero seguros evoca las notas de una canción tradicional cubana. Su ceño fruncido denota preocupación. Solo quiere que el tiempo corra para poder llegar a su casa. Cuando está trabajando el esfuerzo no le permite pensar en su madre enferma pero, en esta hora de laxitud la preocupación no lo abandona. La música alivia y ayuda a seguir. En la compañía se ha hecho silencio y las notas de Dos gardenias salen del salón y se deslizan por los pasillos, se disipan en el patio.

Una bailarina sale al portal de la casona; busca a su novio que se la ha desaparecido. Por su ropa de trabajo se puede presuponer que su próximo ensayo será un ballet de aliento romántico, de seguro Giselle, que está programado para la siguiente temporada. Un muchacho delgado, vestido de negro, cruza la calle a saltos y llega hasta la bailarina. El novio viene de comprar cigarros. Ella lo mira con molestia y sin decir palabras da media vuelta y entra en el edificio, seguida fielmente por su enamorado.

Muchos otros han salido a resolver asuntos personales, otros se han ubicado donde pueden, en el sofá, en las butacas, otros, juegan a las cartas sentados en el suelo. Conversan y ríen. Otros simplemente duermen refugiados en algún regazo amigo.

Se escucha el timbre. Todo vuelve a comenzar, hasta que caiga la tarde.

Fotos: José Raúl Mazorra

1 comentario:

  1. hermoso! me hubiera encantado ser bailarina de ballet clásico pero más aún de bailes populares... el baile lo llevo en la sangre (aunque no sea una bailadora nata) pero la música me mueve... un torrente de movimiento inunda mi cuerpo y estallo!

    me encantó!

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